Hay en el término depresión algo que lo convierte en un éxito sociológico, en un significante idóneo para nombrar el malestar en la civilización contemporánea, atrapada entre el empuje a la felicidad y la angustia por la ausencia de ésta. El ser hablante es capaz de imaginar la felicidad completa pero no de acceder a ella, confrontándose siempre con la finitud de la existencia y la imposibilidad de la relación sexual.

Lo que da valor a la vida humana no está asegurado de entrada. Constituidos en torno a una pérdida irremediable y traumatizados por la experiencia del desamparo original que inaugura nuestra vida, podemos decir que la depresión tiene algo de estructural en el ser humano y la pregunta sería más bien cómo es que no estamos todos deprimidos.

Cada época ensaya sus respuestas a la pérdida que nos constituye como humanos. Si en el pasado la religión era la encargada de proveer de sentido la existencia, en nuestra época esa función ha sido encomendada al placer obtenido a través del consumo de objetos. La promoción del goce y la intolerancia a la pérdida caracterizan la época actual y tienen que ver con el auge de los diagnósticos de depresión.

El rechazo de la dimensión de la palabra y la consideración de los procesos psíquicos como medibles y cuantificables caracterizan también nuestra civilización de deprimidos. Eric Laurent1 enuncia así el imperativo actual: trátese a sí mismo como una máquina y acéptelo, está triste porque le falta serotonina.

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