El comentario continuo de la experiencia del pase, tal y como se practica en las escuelas de la AMP, ha tenido un punto de inflexión con la reciente publicación de un texto de Jacques-Alain Miller interpretando los modos de inercia subjetiva que se ponen de manifiesto en el desarrollo de las enseñanzas de los AE. Decía Jacques-Alain: “Nada se opone más al concepto de pase que la repetición de algunos datos clínicos extraídos del propio análisis. Esta impotencia para desprenderse de una historia que ha pasado (…) y que debía ser desinvestida, abandonada tras de sí después de una última mirada, no es de buena ley”2. Así puso de relieve en la inercia subjetiva que se manifiesta de este modo, la posibilidad de una fijación narcisista3. Esta posibilidad interroga los restos del pase, lo que queda después de la experiencia de atravesamiento del fantasma y su más allá. Quisiera situar aquí dos aspectos de lo que queda: los restos transferenciales y los restos de identificación. Y un tercer punto: lo que permite, a pesar de los restos, ir más allá con el acto de decisión que da lugar al deseo del analista al final del análisis. Esto nos permitirá dar un nuevo sentido a lo inmundo del título que he elegido.

El pase y los restos transferenciales

Hay una versión del final del análisis según la cual la transferencia se reduce a cero. La enseñanza de Lacan se opone a esto. Al final de la experiencia, la transferencia al psicoanálisis subsiste y, sin embargo, ha cambiado radicalmente. Es lo que Lacan llamó “un amor más digno”. Para Lacan el resultado de un análisis no es un retorno a un estado anterior, sino una especie de sublimación de la transferencia, un pasaje del trabajo de la transferencia a la transferencia de trabajo. La Durcharbeitung de la transferencia en la experiencia conduce a una transferencia de trabajo con el psicoanálisis como tal, sin el soporte del analista, o con este soporte desplazado.

El movimiento analítico, después de Freud, constató el callejón sin salida de la transferencia en la roca de la castración. Freud vaciló entre varias versiones del destino de la transferencia que, cada vez, comprometían fundamentalmente la concepción misma de la formación del analista y su inserción en el discurso analítico. Está en juego el “ateísmo viable” del psicoanálisis. ¿Cuál es el destino, una vez atravesado el recorrido analítico, de esta creencia profunda y primera, para Freud, en el padre, de este amor primero, de esta transferencia en el fundamento de la antropología freudiana?

El gesto inaugural de Freud consistía en soltarla para no dejarse llevar por esta sugestión. ¿Qué vio aparecer? Pasiones. Pasiones que -con un enamoramiento particular y el odio que conlleva- tocan al operador, es decir, al que se pone en el lugar de ser el destinatario del sufrimiento y la demanda que lo acompaña. Freud constata que este vínculo, que permite la operación, se convierte en obstáculo. Estos sentimientos, -este amor, este odio- vienen a obstaculizar la relación del analista con el saber que revela el inconsciente. Hay un camino lógico en la cura que vincula el descubrimiento de la repetición por parte del sujeto con sus sentimientos hacia el objeto de amor, el objeto de amor primordial, y luego su travesía, siempre imperfecta, que topa con un callejón sin salida: la roca de la castración.

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