¿Acaso el mundo se ha vuelto un lugar cada vez más traumático para la humanidad? ¿Vivimos en un estado de alarma permanente respecto a la anticipación de los acontecimientos traumáticos por venir? ¿Nos tendríamos que preparar de alguna manera ante el horror de los sucesos que podrían acontecer?1. He aquí algunas de las paradojas que implica la presencia en el discurso de una amplificación del concepto de trauma, tal como lo podemos leer en el texto de presentación de las Jornadas2.
En la Babel de significaciones que le imprime el discurso, el trauma y su especificidad parecerían quedar diluidos, o incluso banalizados, por el uso común al que su colectivización los somete. Y a esta concepción responde la búsqueda de una estandarización de su tratamiento a gran escala, que se orienta, entre otras cosas, hacia la prevención de los efectos del trauma. Así lo pone de manifiesto la última actualización (2019) del National Institute for Health and Care Excellence del Reino Unido, cuyas novedades incluyen una guía sobre la prevención del Trastorno de Estrés Post-traumático en niños, adolescentes y adultos confrontados a una experiencia traumática individual o colectiva. Se trata de indicaciones clínicas destinadas a amortiguar el desencadenamiento del estrés postraumático cuando los síntomas aún no se han declarado francamente y evitar de esta manera el síndrome de repetición traumática, su cortejo sintomático y prevenir su cronificación: “Estas intervenciones deben basarse en un manual validado, contar entre 5 y 15 sesiones por profesionales entrenados y bajo supervisión continua, y deben incluir entre sus componentes: la psicoeducación sobre las reacciones traumáticas, las estrategias para controlar la hiperactivación, los flashbacks y la planificación de ambientes seguros, el procesamiento y elaboración de los recuerdos traumáticos, la reestructuración de los significados relacionados con el trauma vivido por el individuo y el entrenamiento en estrategias para superar las conductas de evitación”3.