Clotilde Leguil parte de una frase del movimiento de denuncia mee too, cuyo leit motiv es devolver la palabra a las víctimas y hacer retornar la vergüenza al que realmente la ha producido. La fuerza de este tipo de movimientos es no pararse en el detalle, dice Leguil, pero esa es también su limitación: la puesta en común del traumatismo tiene sus límites. El sufrimiento no es colectivo y reenviar a la lógica del nosotros termina en un empuje superyoico: cada víctima debe someterse a una versión idéntica del trauma sufrido. El psicoanálisis, en cambio, está ahí para hacer resonar aquello del acontecimiento traumático que toca un punto íntimo en cada uno: en qué lugar de su historia se inscribió una huella indeleble que pudo llevar a una persona a ceder a algo que no deseaba.

Leguil se refiere a los años de la liberación sexual donde la ceguera que produce en el mayo del 68 tomar el goce como un nuevo dios lleva a confundir el deseo y la pulsión, el encuentro amoroso y la educación sexual de las jovencitas o incluso los niños, la emancipación sexual y la libertad de abusar del otro. Esta época, en la que se preconiza la libertad para mejor satisfacer las pulsiones, la autora la pone en relación con el texto lacaniano “Kant con Sade”, que muestra que el imperativo de goce absoluto abre la puerta a la aniquilación del otro.

Clotilde Leguil va a detenerse en la frontera entre los dos términos del slogan “Ceder no es consentir”. Para ello va a rastrear en la enseñanza de Lacan el término ceder: en el seminario 7, dice que el objetivo de un psicoanálisis no es la felicidad sino permitir el acceso al deseo. Y hace un juego de palabras con ceder sur son désir, que no se confunde con ceder al deseo en el sentido común de ceder a la tentación, sino que tiene la significación de renunciar al deseo, abandonarlo. El deseo, dice Lacan, es frágil y puede ser fácilmente aplastado si uno privilegia necesidades del Otro que pueden parecer más legítimas.

En el seminario 10, en cambio, habla de ceder à la pulsión: en el trauma algo sucede en el cuerpo que produce una fijación de goce. La marca de este acontecimiento traumático es la vergüenza: Es lo que sucede con las víctimas de abusos sexuales cuando se preguntan ¿me he dejado hacer cuando podría haberme defendido?, ¿por qué esto me ha vuelto a ocurrir?, ¿lo he provocado yo?. La emergencia de un goce que el sujeto no deseaba hace surgir la vergüenza en la víctima de abusos.

La hipótesis entonces es que en el abuso hay un “ceder” que es dos cosas a la vez: sufrir un forzamiento por parte de otro y “forzarse” uno mismo; ese es el misterio del trauma en el abuso sexual. El traumatismo, sea sexual, psíquico o corporal, reenvía al sujeto traumatizado al enigma de su propio consentimiento, siempre.

El consentimiento, dice Leguil, es un acto íntimo del sujeto que se abre al otro, cree en su palabra y dice “si” al deseo del otro y al propio deseo que uno siente y que le es un poco extranjero, sin saber lo que se va a encontrar. El riesgo es que el consentimiento puede abrir la frontera al ceder. Para diferenciar ceder y consentir se trata de la enunciación. Al refrán “el que calla otorga” podemos oponer nuestro conocimiento de que el signo distintivo del trauma consiste precisamente en cortar todo acceso a la palabra. El trauma es el capítulo de mi historia al que estoy fijado sin poder decir nada, presente en el cuerpo, pero no en el dicho. Las huellas del trauma, que no se borrarán jamás, nos llevan a menudo a actuar en desacuerdo con nuestro cuerpo: es el más allá del principio del placer, la repetición.

Repetir el traumatismo no comporta un consentimiento, más bien es el signo de una pesadilla de la que no se logra salir, porque el sujeto queda aprisionado en la repetición de su propio trauma. Fue Freud quien pudo situar este fenómeno enigmático de la repetición pulsional, que no emana de la voluntad del sujeto, sino que está sujeta a otra lógica: la de la pulsión que apunta a una satisfacción que llega a dañar al sujeto mismo.

Entre ceder y consentir Leguil propone un tercer verbo: dejarse hacer, dejarse abusar por el otro, una pasividad que permite el abuso en lugar de resistir, huir. Cuando se trata del dejarse hacer, todo se embarulla. ¿Es dejarse hacer una modalidad del querer? Sólo una aproximación desde Freud y Lacan permite desenredar lo que es del orden del consentimiento al deseo de lo que concierne a la pulsión.

En el dejarse hacer del consentimiento hay un goce consentido que no abole el sujeto, un dejarse hacer por otro que uno desea, que implica una elección del sujeto, consciente o inconsciente. Un rapto que a uno lo lleva fuera de sí, enraizado en el deseo del sujeto. Distinto es el dejarse hacer del pavor, que es el del traumatismo: ese momento turbio donde el sujeto ya no es capaz de consentir o no, ahí donde ya no se puede decir nada, y el sentido queda cortado del mundo por la fractura, la irrupción de lo traumático en el cuerpo, que produce una petrificación.

El Caso Emma lo muestra bien: petrificada cuando el vendedor le pellizca los genitales, la angustia queda cortocircuitada. Regresa una segunda vez, pero no dice nada, queda privada de la palabra: ha habido efracción. La angustia aparece mucho tiempo después con un síntoma: está obsesionada con el miedo a entrar en las tiendas. El traumatismo procede del momento en que la niña se ha dejado hacer. Pero ella no estuvo ahí en tanto que sujeto: es su cuerpo el que ha sufrido algo que ella no ha entendido.

Cuando Freud escribe el caso Emma (1897) no dispone aún de una teoría sobre la repetición pulsional que explicaría por qué la niña vuelve . En 1920 con Mas allá del principio del placer podrá articular la pulsión y la repetición. Emma ha perdido algo y regresa para saber qué ha perdido y cómo recuperarlo, como para comprender, para recuperar esa emoción en el cuerpo que le ha sido arrancada a su cuerpo de niña. Este movimiento permanece como una conmemoración del trauma, de la escena que la ha privado de la palabra. Lacan hablará de capítulo censurado de la historia, algo que no entra en el mundo de lo que puede decirse.

El término freudiano de superyó le parece a Clotilde Leguil adecuado para atrapar la lógica que puede llevar a franquear la frontera del consentimiento, porque no es solo el otro que me fuerza, es también el Otro dentro de mi, que Freud bautiza como superyó: esta voz interior que me somete a una exigencia que hace callar e impone una complicidad con la pulsión, la del otro y la mía propia. El superyó obstaculiza mi sublevación y maltrata mi deseo, que queda traumatizado.

La distinción radical entre deseo y pulsión es uno de los aportes principales de Lacan. El deseo en el sentido psicoanalítico no es el deseo sadiano. El deseo, en relación con una falta, no tiene nada que ver con una invitación a gozar si límites.

Afirmar la diferente naturaleza de ceder y consentir es mostrar el extravío de algunos intelectuales de los años de la liberación sexual que pensaron que el deseo era un bien soberano, confundiéndolo con el libre goce de todos los cuerpos, una utopía que nada tiene que envidiar a la moral sadiana.

En el abuso hay una traición al consentimiento, pero la cuestión más íntima es ¿en nombre de qué? Esto va más allá del ámbito jurídico. Obtener el estatuto de víctima no es suficiente para recuperarse de un trauma, aunque puede ser necesario para evitar un redoblamiento por ausencia de reconocimiento del daño sufrido.

La situación traumática cortocircuita la palabra. No es solo el pudor o la vergüenza, es también que lo real de la efracción en el cuerpo no se puede decir en la lengua de todos. Es necesaria una respuesta particular para no redoblar el trauma. Para que la palabra sobre la marca imborrable tenga valor es necesario otro que haga resonar también la dimensión del silencio, lo indecible del trauma, su intraducibilidad.

Hablar de un abuso con un psicoanalista supone poder leer las huellas enigmáticas que quedan para siempre esperando ser deletreadas como letras que han perdido su lugar de origen, que marcan el cuerpo y su forma de estar vivo, Hay que usar otra relación a la palabra diferente cuando se trata del trauma. Esto es lo que puede permitir anudarse de nuevo al consentimiento es decir si a lo nuevo, salir de la repetición.

* Ceder n’est pas consentir, Clotilde Leguil. Ed. Presses Universitaires de France, Paris 2021.

Beatriz García Martínez

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