Los conceptos de verdad y real remiten por una parte a la dirección de nuestras vidas, a nuestras elecciones de existencia, a nuestra relación con el mundo y con el otro, y por otra a la experiencia analítica y al eventual esclarecimiento que ésta puede aportar a estas cuestiones, fuera de la cura.

La preocupación por la verdad

Dicho esto, la reflexión sobre las cuestiones de la verdad y de lo real está presente en el análisis desde el momento en que Freud aborda el campo que él mismo funda con este nombre. Lo dice de inmediato y con toda claridad: la preocupación por la verdad es condición necesaria para esta praxis. Nadie entra ahí si no acepta correr ese riesgo.

Me gustó leer EL Coraje de la verdad, con su fuerza testamentaria, de Michel Foucault9. El autor toma ahí como referencia de esta exigencia ética la antigua verdad griega, inalterable, invariable y recta. Una verdad que para Sócrates es inamovible, estable y única.

Sin embargo, Freud está situado en el lugar adecuado para saber eso que la vida nos enseña cada día: la verdad para el sujeto, y particularmente en análisis, es de otra naturaleza. Es discontinua, contextual, contingente, ligada a los acontecimientos. Surge por sorpresa y de manera sincopada. No es una, porque es tan fragmentaria como, llegado el caso, contradictoria. No es recta porque surge entre líneas, como ruptura y como tropiezo. Es, de estructura, a medias tintas y en claroscuro. Lejos de ser inquebrantable, se revela cambiante y precaria. Es necesariamente incompleta, no toda, porque hay un imposible de decir.

Lejos del cielo de las ideas y de las esencias eternas, lo que muestra un análisis es que pasamos el tiempo contándonos historias, desviando nuestra mirada de lo que es feo, molesto, desagradable, inquietante, contrario a nuestras creencias y a nuestros prejuicios, perturbador para nuestro confort material o moral. Nuestro juicio espontáneo es falso y nuestras percepciones nos engañan. Lo inusual nos angustia para acabar sustentando nuestro odio y nuestro rechazo. Intentamos llevar lo desconocido a lo que ya conocemos, a lo que ya está ahí y en los límites establecidos. La ilusión nos atrae y lo que queremos es dejarnos fascinar. Nada nos decepciona tanto como el desencanto del mundo: lamentamos todo lo que nos recuerda que la vida no es un sueño. Queremos continuar durmiendo y querríamos que los “hechos” correspondieran a nuestros deseos. Querríamos garantías ahí donde no las hay. Divinizamos nuestros espejismos que fundan engañosas certezas. Fingimos ignorar nuestras intenciones profundas y gastamos mucha saliva para disimular nuestras motivaciones, nuestros apetitos y nuestra avidez. Las palabras, hechas para decir lo verdadero, sirven tanto o más a la mentira. Llamamos amor a nuestras concupiscencias, generosidad a nuestras vanidades, evangelización y esfuerzo de civilización a nuestras empresas depredadoras, apego a nuestra voluntad estable de esclavizar a nuestro prójimo, asegurarnos su docilidad y su complacencia. Y, sobre todo, no podemos sino ignorar quiénes somos y lo que somos.

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