Texto de José Ramón Ubieto

Es sabido que muchos sujetos autistas son diagnosticados precozmente como hiperactivos y medicados con psicoestimulantes. Diagnóstico que se prolonga hasta que los signos conductuales hacen imposible su escolarización ordinaria y son derivados a centros específicos donde se revisa el diagnóstico. También conocemos el hecho de que algunas psicosis infantiles (como otros muchos cuadros en la psicopatología infanto-juvenil) cursan con signos de agitación, nombrados cada vez más como TDAH.

Si a eso le sumamos los datos actuales de prevalencia más de 3,4 millones de niños diagnosticados de TDAH en los EE. UU, podemos concluir que la hiperactividad empieza a ser un “diagnóstico ordinario” cuyos signos pueden ser muy discretos y variables: desatención en tareas escolares, olvidos y lapsus cotidianos, impulsividad vaga, conductas desafiantes leves, inquietud latente, desorientación –en los adolescentes. Junto a la dispersión se olvida un dato clínico fundamental: la fijación a un objeto ligado al cuerpo (voz, mirada) que despista.[1]

La paradoja de este tiempo hiperactivo es que junto a la prisa, la inquietud y lo que se mueve sin parar, al mismo tiempo hay algo fijo, algo que tiene que ver con la satisfacción de la repetición. Junto a la dispersión y el movimiento del TDAH encontramos, en los mismos niños, una fijeza, algo a lo que no pueden dejar de atender. Es conocido también como muchos de estos niños pueden pasar horas pegados a una pantalla (internet, móvil, videojuego) mostrando así una hiperatención en una tarea que sea de su interés.

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