Después de su anterior libro Ceder no es consentir, donde exploraba el enigma del consentimiento y los grados del “dejarse hacer” en esa zona oscura del forzamiento al goce, Clotilde Leguil se sumerge en una investigación sobre este significante cristalizado de esta época que es “lo tóxico”, guiada por la intuición de que este significante apunta a un nuevo lazo en relación con el Otro y a un nuevo tipo de sujeto.
Con su habitual habilidad para captar los fenómenos de la época, Leguil comenzará por constatar que hoy el campo de lo que llamamos tóxico se extiende a un más allá de las sustancias químicas y los posibles objetos de adicción, aplicándose a las relaciones amorosas, la vida sexual, las personalidades, la virilidad, el patriarcado, las relaciones laborales o la sobreexplotación de los recursos naturales: vivimos en la era de lo tóxico.
A fuerza de oírlo en las consultas, Leguil deduce que esta palabra designa algo de lo real: una metamorfosis en nuestra relación con el mundo y con los otros. Lo tóxico es una nueva metáfora que todo el mundo emplea y que designa algo del malestar en la época, una nueva angustia que busca un límite.
Lo tóxico es el exceso en un mundo que ya no cree en la armonía del cosmos. Es aquello que asfixia nuestro sentimiento de la vida. Toda la civilización parece respirar un aire tóxico que nos confronta a un goce nocivo. Ya no se trata del malestar que Freud describe a finales del siglo XIX, del spleen del que da cuenta Baudelaire, sino de la esfera del exceso. Habla de una hybris de la civilización que es denunciada en esta época en la que, como trasmitía en Ceder no es consentir, ha surgido también una nueva sensibilidad ante la violación del deseo más íntimo. Lo tóxico indica, pues, el momento en que el cuerpo es desbordado por un exceso de goce que lo pone en peligro y pide un límite.
Pero ¿de qué se trata en este tóxico contemporáneo? Si el Génesis es el relato de cómo el mal se introduce en la humanidad por la desobediencia a lo prohibido, en el siglo XXI más bien lo tóxico nos habla de la herida producida por la palabra que viene del Otro, en una época donde ya nadie parece creer en el bien, donde no hay discursos que vengan en auxilio del sujeto enfrentado a la pulsión de muerte.
Lo tóxico del superyó
Para ilustrar la experiencia tóxica Clotilde Leguil se servirá de dos novelas: Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil y Madame Bovary. En la primera, un joven estudiante es llevado a una pulsión de destrucción del compañero que había cometido un pequeño hurto en nombre de una cruel noción kantiana del bien. Ya Freud había notado que el superyó, la instancia que supuestamente regula la pulsión imponiendo un límite al goce, funcionaba mal, desvariaba: no era una instancia justa y razonable, sino que cuanto más el sujeto se sometía a sus exigencias, más severo se volvía: tenía un punto de sadismo, una hybris constitucional.
Avanzando en esta consideración del superyó como tóxico, en esta época se refiere, más que a un exceso de sumisión a las exigencias morales a un exceso de goce en el cuerpo activado por una forma distinta del deber que se enuncia con un ¡goza! Nuestra civilización del crecimiento y la superproducción, la hiperactividad y la aceleración constante, la estimulación permanente, etc., conducen a una sensación de ahogo que está en la etimología de angustia.
Lo tóxico es entonces el nombre de esa sustancia que Lacan nombró como goce. Este término viene a decir el modo en que el cuerpo se somete a la exigencia pulsional que siempre tiene que ver con el encuentro con el Otro. Sólo el psicoanálisis puede dar cuenta de esta aparente contradicción, al descubrir el más allá del principio del placer que fuerza a la repetición: se busca siempre el placer de la primera vez, pero se necesita cada vez más para encontrar lo mismo. La civilización promueve el superyó tóxico que asfixia al sujeto sometiéndolo a otra ley: la del goce, que no funciona mejor que la de la represión.
Emma Bovary, paradigma del amor tóxico
El relato del amor tóxico es el relato del encuentro que conduce a uno de los partenaires a consentir a aquello que lo destruye. En nuestra civilización Tristán e Isolda, novela bretona del siglo XII, es el primer mito del amor pasión que lleva a la muerte. En el siglo XIX, la civilización occidental está completamente tomada por el discurso del progreso, y es ahí que surge el relato de Gustave Flaubert donde el amor lleva a la protagonista a conductas extremas y mortíferas.
Madame Bovary, dice Clotilde Leguil, quizá sea el primer personaje femenino de la literatura que encarna el amor tóxico. Su herida es la de la insatisfacción: habiendo sacrificado todo al amor, no logra encontrar otro límite que la muerte a esta pasión que la destruye. Las palabras amor, amante, pasión, que ha encontrado en la literatura romántica, constituyen para ella una sustancia adictiva. Su exigencia de gozar más y más del amor toma en ella la forma de un nuevo superyó, convirtiéndola en el paradigma del amor tóxico, de una nueva forma de locura. Los hombres que ella encuentra son intercambiables, Emma está sola con su cuerpo, con su goce, con su adicción al amor. Este goce femenino del amor es indiferente a todo discurso de lucha por la emancipación. Emma desobedece a su época, pero no es capaz de desobedecer frente al goce.
Leguil señala cómo el aforismo lacaniano de que solo el amor permite al goce condescender al deseo parece verificarse más bien del lado masculino. Sin embargo, del lado femenino, el amor puede conducir a la desaparición de todo límite, como también señala Lacan en cuanto a lo ilimitado de las concesiones que una mujer puede hacer por amor. Entonces, señala Leguil, del lado femenino más bien el aforismo sería solo el deseo permite al amor no perderse en el goce.
‘Management’ tóxico
La forma en que las empresas contemporáneas funcionan en la relación con sus trabajadores incluye un forzamiento que se ejerce bajo el aspecto de la autoevaluación: se trata de dar pruebas de buena voluntad y se fuerza el consentimiento de los sujetos invitándolos a fijar ellos mismos sus objetivos, a obedecer en demasía. El burn out es el momento donde el sujeto, que no ha visto venir el forzamiento de sus propios límites, se ve confrontado a un derrumbe interno.
No es tanto que esté alienado por las condiciones de trabajo, sino que está como intoxicado por un discurso que acompaña a este y lo juzga y devalúa sin cesar con su propia aquiescencia.
La angustia, afecto de nuestro tiempo
Lo tóxico, hoy, es la angustia ante el exceso de goce que reina en la época. Ya no estamos en los tiempos de la angustia existencialista ante la nada o ante la libertad en tiempos del imperio de la represión. Este es el momento de la angustia real, señal de un peligro ante la cercanía excesiva de una exigencia pulsional que necesita de un límite. Porque nuestro modo de vida es tóxico en sí mismo, como muestra el rápido deterioro del medio ambiente y la ausencia de una pregunta sobre la finalidad de la carrera hacia el progreso, hacia el siempre más de saber y el siempre más de productividad. La era de lo tóxico se abre sobre la necesidad de tener en cuenta los límites de lo vivo. Se trata aquí de la angustia de no poder seguir respirando.
Antídoto
La hipótesis de Clotilde Leguil es que va a ser el descubrimiento de Freud de que el sueño porta un deseo inconsciente lo que le permite percibir la dimensión tóxica de las palabras.
Freud, atormentado por las palabras de su colega Otto de que su paciente Irma no iba demasiado bien sueña con que la propia Irma ha sufrido una inyección de palabras consintiendo a dejarse interpretar por Freud, quien le había propuesto una solución a sus síntomas. Es el sueño el que le va a permitir encontrar el antídoto: la trimetilamina, su fórmula, es el remedio al veneno. El remedio consiste en descifrar el deseo que porta el sueño, tomar el sueño a la letra y no inyectar a la fuerza una solución que el paciente no quiere. Freud descubre así que el antídoto al tóxico es el deseo. Franqueando él mismo este punto de angustia que le confronta a su propio error, encuentra el remedio.
El remedio a esta extraña sustancia, el goce, que viene a envenenar nuestra relación con la vida, es el deseo de saber qué es lo que me ha envenenado. En el ser hablante hay siempre este empuje a gozar más del cuerpo, empuje que viene a enturbiar la homeostasis. En la experiencia de un análisis puedo descubrir hasta qué punto las tinieblas del verbo me han envenenado y condicionado mi destino. Pero puedo descubrir también hasta qué punto los poderes del verbo son remedios; es a través de las palabras que voy a poder deshacer lo que se ha hecho con las palabras.
Freud tiene razón en el sueño de Irma: el veneno se va a eliminar poco a poco, gota a gota. Para ello hace falta tiempo, el tiempo para decir lo oscuro del veneno del goce. Y un día me doy cuenta de que las tinieblas del verbo me han inmunizado. Ya no tengo miedo y me encuentro con este extraño goce más allá de las palabras. Ese día puedo experimentar una nueva alquimia de mi cuerpo. Me doy cuenta de que me he separado de este trozo de mi cuerpo marcado por la flecha envenenada al encontrar la manera de decirlo. El veneno se ha eliminado y es como una nueva respiración. Me doy cuenta de que mi relación con la vida ha cambiado.
Beatriz García Martínez. Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. Psicoanalista en Madrid.
beatrizgarcim@hotmail.com
Essai sur le nouveau malaise dans la civilisation. Clotilde Leguil. PUF editions, Paris, 2023.