Saber

Allí donde el siglo XX se hacía siglo XXI algo sucedió en el orden de nuestras representaciones como sujetos sexuados. Nuestras ideas referidas a la sexualidad, a qué es un sexo, a las identidades, a las formas de parentesco sufrieron grandes conmociones o rupturas. Aquello que ocurría parecía tener un único teatro, un único territorio: el campo social. El campo social, entendido en el sentido de Bourdieu, como el lugar de los posicionamientos frente a desafíos específicos, ya sea en relación con la escuela, el trabajo asalariado, la justicia o, en este caso, el sexo, entendido ahora como un asunto de género. Este espacio, tal vez, no sea tanto un lugar “apodíctico” que se justifique por una incontestable necesidad, sino un modo de imponer el acontecimiento, de imponer el hecho como un estado de hecho. Me pareció que podíamos interpretar de otro modo el nuevo estado de las cosas a partir de lo que Michel Foucault designa, en su prefacio de El uso de los placeres, como una “experiencia” o, mejor aún, como lo que él llama una problematización1, una experiencia a partir de la cual, grupos, comunidades, conjuntos sociales problematizan sus comportamientos. Por lo tanto la categoría histórica perturbadora de género2 sería precisamente producto de una problematización.

La diferencia entre un estado de hecho y una problematización, es que la segunda añade una dimensión que para Foucault era crucial, la del saber, una relación con el saber3. Pero si bien la evolución de las representaciones relativas al sexo me llamaron la atención, como a todos, lo que me intrigaba sobremanera era precisamente la conmoción en el saber que esto implicaba: rupturas en las prácticas de los pensamientos, en las referencias culturales, en los caminos conceptuales, supresión y reescritura de discursos anteriores, olvido de esos discursos, etc. El asombro frente a las tan bruscas mutaciones de los saberes me pareció muy pronto más importante que lo que los sociólogos llaman hechos sociales. La cuestión del saber me interesaba aún más en la medida en que la categoría de género como hecho social, haciéndose pasar como un hecho social, prohibía que se tratara de una teoría: “no hay teoría del género”, escuchábamos decir con un espíritu de sistema, algo que por otra parte, debería haber alertado a los que vehiculizaban el mensaje, tal era ese espíritu de sistema que tendría que haber hecho visible que la supuesta inutilidad de la teoría debía ser puesta en cuestión: interrogada como un problema planteado al saber. De hecho, a lo largo de mi libro examino a qué juego de lo verdadero y de lo falso responde ese enunciado: no hay una teoría del género, y es por eso que lo incluyo en el título de mi libro como una afirmación.

Este objeto -el saber- me venía muy bien, sobre todo por el sujeto que soy, ya que, como sujeto, siempre me sentí animado por un deseo de saber, que Foucault llama, en el mismo bello prefacio, curiosidad o incluso “extravío del que conoce”, entendiendo aquí “extravío” de un modo literal y en todos los sentidos. Yo estaba suficientemente extraviado -como todos lo estaban de hecho y lo están siempre- y eso me hacía verdaderamente un curioso, tomado por un deseo, un deseo de saber. Por eso, en mis palabras sólo se tratará prácticamente del saber, dejando suponer que para mí no hay actividad humana que no convoque al saber, el saber que a su vez se convierte en plusvalía gracias a la cual cualquier actividad humana se ejerce como mediación, y aparece frente a nosotros como un hecho social. En cierto modo, la vida social es una escena teórica, en el sentido que Louis Althusser lo entendía4.

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