El consumo de relatos de ficción serializada no es cosa nueva, y si no, que se lo digan a Dickens. Sin embargo, lo que no es frecuente es la aparición de nuevos formatos como lo son las series y cuya presencia es cada vez más notable desde los comienzos de este siglo.
Y para no olvidar -ni repetir cansinamente- es preciso tener en cuenta que su producción está ligada a los cambios que la tecnocultura digital ha introducido en la manera de ver, leer y escuchar, y también de producir textos. Esa digitalización ha sido y es condición necesaria.
¿Una nueva forma?
Que sea un nuevo formato no implica forzosamente que estemos ante una nueva forma. Hay que decir que la invención de formas no es algo extraño. A veces, duran poco y desaparecen, y en otros casos, perduran.
La tesis de Gerard Wajcman, a propósito de las series, consiste en afirmar que la innovación producida es precisamente la de la forma. Afirma como propuesta a la reflexión: “la serie es una forma propia, autónoma y nueva”12
Wajcman ya había dedicado un excelente estudio sobre lo que implicó para la modernidad la aparición del “cuadro” a principios del siglo XV, un objeto pictórico original que se convierte en soporte de una nueva manera de ver, pensar y concebir el mundo13. El cuadro y su perspectiva inauguran la “ventana” con la que descubrir e interpretarlo. Y a la vez -para abordar el objeto que ahora nos interesa- introduce un doble juego: cerrada permite lo “íntimo”, no ser visto; abierta, faculta el campo de lo visible donde a su vez pone en juego la mirada del Otro. Es en esta doble articulación –ver sin ser visto– que aparece la divisa de goce del espectador moderno14.