Claudia González
Estoy aquí para hablarles de la Guerra Civil en Guatemala (1960-1996) —de donde soy originaria—, y sus consecuencias. Guatemala vivió la represión “más sangrienta de América Latina”.*[1] Una guerra de más de treinta y seis años que dejó un saldo de más de doscientos mil muertos, cuarenta y cinco mil desaparecidos y más de cien mil desplazados. Un mínimo de veintidós mil trescientas cuarenta y ocho víctimas de masacres y cuatrocientas veintidós masacres que implicaron destrucción masiva de comunidades y matanzas a grupos enteros.[2]
Guatemala es un país con una historia sociopolítica compleja y complicada. No entraré en los detalles que hicieron estallar los antecedentes históricos que os presentaré. Solo diré que una de las constantes en la historia de este país es el problema de tenencia de la tierra, la enorme brecha entre ricos y pobres, la rígida y endogámica oligarquía, los oligopolios y la xenofobia.[3] La vida de los intelectuales[4] también ha estado marcada por esto así como la del Estado (salvo durante algunas épocas).
Las dictaduras y golpes de Estado solo han dado breves treguas, en 1944 y en 1951 con dos presidentes elegidos democráticamente. Sin embargo, durante estos años de democracia, hubo al menos treinta intentos de golpe de Estado y una intervención de los EE. UU y de la CIA en 1954 (empujada por su obsesión con el comunismo de la época) que dejó más de quince mil muertos y abrió el camino para que en 1960 se diera el viraje a la Guerra Civil que duraría más de treinta y seis años.
Los mecanismos del horror[5]
A lo largo de todos estos años de guerra el discurso se acentuó sobre todo en aplicar maneras de hacer con el enemigo para acabar con él por completo, para “arrasar” con él. El mecanismo de la denominada “tierra arrasada” era esto: quema y destrucción masiva de poblaciones y comunidades habitualmente en días de mercado o fiesta, cuando hubieran grandes concentraciones de personas en el poblado. No importaba quién estaba dentro.
Las atrocidades masivas estuvieron presentes en más de la mitad de los ataques.[6] Con machetes, fusiles, fuego, bombardeos, se mataba a grupos enteros, familias, aldeas o también a grupos de personas que iban juntas en un bus o en coche. A estos muertos no se les daba sepultura, se les enterraba en fosas comunes que muchas veces eran cavadas por las propias víctimas minutos antes de ser ejecutadas. Los sobrevivientes de la tierra arrasada huían, si podían —porque muchos eran perseguidos y buscados luego en helicóptero— ya sea a perderse en el bosque, la selva o la montaña, al exilio o a otra comunidad.
Sin embargo, aunque el campo de batalla de esta guerra fue el interior de Guatemala, en la ciudad había épocas en que se escuchaban bombas a lo lejos (destinadas a sembrar miedo y que la población no se manifestase; desde 1978 a 1996 no volverían a darse manifestaciones públicas en las zonas más heridas por la guerra),[7] los apagones de luz o su racionamiento eran frecuentes. No era raro ver al ejército deambulando por cualquier zona de la ciudad o, de vez en cuando, a los tanques tomar las calles. Los asesinatos a plena luz del día y a sangre fría sucedían a menudo. Las desapariciones forzadas también.