Guy Briole
Al no iluminar ya el pasado al porvenir,
el espíritu camina entre tinieblas[1]
Alexis de Tocqueville
Las guerras ya no son mundiales; es el mundo el que está por todas partes en guerra.* Lo está sin discontinuidad, recorrido por la contaminación de una onda que se quiere purificadora y salvadora, y que se propaga llevando cada vez más la marca de lo religioso, del rasgo racial, de la diferencia de pertenencias. ¿Cómo, en esta deriva del mundo, no reconocer la prolongación de lo que Jacques Lacan identificaba, al salir de la guerra, en septiembre de 1945, como una disolución del sentido moral? La ignominia localizada en el corazón de la vieja Europa y el horror de Hiroshima han dejado a los hombres pasmados e incapaces de hablar del traumatismo impensable.
Se han callado para sobrevivir, satisfaciendo la necesidad de reconciliaciones aparentes, dejando el odio intacto, profundo, ardiente, al quedar contenido en sus refugios imaginarios.
En este “desconocimiento sistemático del mundo” Lacan ha reconocido “esos mismos modos de defensa que el individuo utiliza en la neurosis contra su angustia, y con un éxito no menos ambiguo, también paradójicamente eficaz, y que sella del mismo modo, ¡ay!, un destino que se transmite a través de las generaciones”.[2]
Lo que se transmite
En la generación de posguerra, casi todos los ciudadanos que componen un país —hombres, mujeres y niños— son supervivientes o descendientes de los que han sobrevivido a las guerras que han atravesado y devastado sus países.
En Europa, es esencial decir que para aquellos que han sido afectados por la guerra de 1939 a 1945, las marcas ya venían de antes: de la carnicería de 1914 a 1918, para los europeos; de las masacres que culminaron entre 1915 y 1918, para los armenios; de las guerras coloniales; de las guerras civiles que habían conducido al establecimiento de dictaduras devastadoras para el lazo social.
Con la guerra de España, los civiles ven llegar la guerra a sus hogares. Las ciudades son los nuevos campos de batalla. Después se destruirá Dresde, Hamburgo y Berlín, más tarde Beyrouth y aún hoy es así en Alepo, Palmira, Raqqa, etc.
Martha Gellhorn en uno de sus reportajes —escrito en noviembre de 1938— empieza con esta frase sorprendente, anacrónica: “En Barcelona, hacía un tiempo espléndido para bombardear”.[3] Esta frase, tan profundamente absurda, resalta muy bien como esta guerra marcó un cambio radical en las guerras; particularmente después de la Primera Guerra Mundial en la que existía un frente claro: los soldados en ese frente, los civiles en la retaguardia.