Jacques-Alain Miller

El oro en gules de la Lituraterre

Lo que hago es como un suplemento a un coloquio que merecería terminar con el discurso que acabamos de escuchar. Pero, al fin y al cabo, un suplemento como psicoanalista en un coloquio literario ya es una posición.

“El oro en gules de/y la lituraterre” Este título ¿constituye un enigma? En ningún lugar menos que aquí. Cualquiera oiría que se hace eco, refractándolo, de lo que Roger Dragonetti ha proferido para nosotros: su soberbio y sonoro “¿Orgullo de la literatura?”, con el que hizo ondear una bandera al viento para reunirnos hoy a su alrededor. Mi título se puede entender. Pero este entender es sólo un oír. Es “languaige barbare”, como dice Rabelais en su capítulo de “palabras congeladas”[3]. ¿Cómo no advertir que, entre ellas, las primeras que encontró Pantagruel son, en el orden del texto, “des motz de gueule”? Este “gules”, aunque no exactamente su valor de blasón, está en mi título.

Después del sonido, ¿no debiera ir al sentido? ¿Qué es una conferencia si no da sentido? Lo mental quiere “comprensión” – está en Mallarmé – imaginativa, “imaginativa comprensión”, precisa él, y lo hace – cito – “con la esperanza de contemplarse en ella”[4]. Comprender y reconocerse es, desde el símbolo, caer en el estadio del espejo – “estadio del espejo”: Lacan. Ahí nos orientamos.

Sé lo que se espera de mí. Esperan a Lacan. Esperan que meta a Lacan en el ajo. ¿Y cómo no iba a estar Lacan en el ajo, si Dragonetti, hace treinta años, ya estuvo con él en su seminario? Para comprenderlo, para comprender cómo Lacan puede estar hoy en día en el asunto. Esto me dijo otro, un otro de espejo, a quien inquirí sobre el tema que podría bordar aquí ante ustedes. “Lituraterre”, respondió Alain Grosrichard. No sé si “lituraterre” a ustedes les dice algo; para nosotros, es una contraseña. Esta palabra constituye el título de un artículo de Lacan[5], que aún conserva muchos de sus enigmas, pero no el de su título. Por debajo, está el equívoco propuesto por James Joyce: a letter, a litter. De una letra a una porquería: es lo que significa el latín litura (porquería, tachadura). Es la litura de “lituraterre”.

Puesto que “lituraterre” modifica “literatura” – término que aparece en el título de nuestra jornada –, incitaba a no dejar el “orgullo” intacto en su soberbia, sino someterlo a su vez a algunos juegos sobre el sonido y sobre el sentido. Fue también la basura nombrada en latín en “lituraterre” la que me hizo separar el “oro” del “orgullo” (y, al mismo tiempo, subrayar su función como blasón, el “gules” que designa el rojo en heráldica). Esto me hace oponer, por tanto, el oro a la basura [ordure] de la litura. De hecho, litura no agota lo correspondiente al objeto. Este es también agalma. Aquí pasamos al griego: el objeto brillante y precioso, que se encarna mejor, clásicamente, en la maravillosa estatuilla que esconde el feo Sileno. Como ustedes saben, Alcibíades, en el Banquete, lo utiliza como metáfora de lo que espera de Sócrates. El agalma es lo que espera encontrar en el corazón de Sócrates y lo que lo mantiene junto a él. Rabelais lo evoca también en el prólogo de su Gargantúa. Lacan encontró antaño en este agalma el resorte libidinal mismo de la transferencia (pensé que necesitaría una nota a pie de página, pero por ahora la evitaré). El “oro” está aquí, por tanto, para describir el agalma que es el objeto antes de convertirse en basura, al menos en el curso de un análisis y al final del mismo. El objeto precioso, que es el principio de lo que retiene al analizante junto al analista, se convierte en basura y es de lo que uno se desprende al dejar al analista. De creer a Lacan, al menos, que encontró la última palabra en la de palea, “estiércol”, pronunciada por Santo Tomás al final de su vida para calificar su propia obra. Para él no era más que estiércol, aquella obra que no era literaria sino teológica.

Sí, como algo extraordinario, soñáramos con comparar la historia de la literatura con la trayectoria de un análisis – y el tema, al menos, de la desaparición y el fin de la literatura persigue la literatura actual – serían Samuel Beckett y sus elocuentes personajes en su cubo de basura los que representarían su conclusión. Lacan se conforma con decir que Beckett, al confesar que le ha tocado el cubo de basura – cito a Lacan – salva el honor de la literatura, a falta de su orgullo, porque revela su verdad en un objeto que es un desecho[6].

El oro, en este lugar, está cargado de otras resonancias. Sería imperdonable no evocar aquí, en presencia de Roger Dragonetti, quien tan bien supo deletreárnoslo, La música y las letras del Mallarmé. Título que, como ustedes saben, es ambiguo: es el de la conferencia pronunciada por Mallarmé en Oxford y Cambridge en 1894 – y se sintió decepcionado, porque sólo acudieron a escucharla sesenta personas, o sea, menos que aquí. Pero es también el del folleto donde fue publicada al año siguiente, junto a un texto titulado Desplazamiento ventajoso, que a su vez fue parcialmente publicado en Le Figaro el mismo año que la conferencia, bajo el título El fondo literario. Así pues, cuando hablamos de La música y las letras, hablamos de dos cosas a la vez: de la conferencia en sí, que lleva este título, y del folleto que la incluye, con una especie de suplemento que, según la edición Mondor, le fue adjuntado no sin cierta arbitrariedad[7] (Esta mañana una conferencia, la de M. Nichais, nos ha advertido que hay que prestar atención a estos añadidos y a estos ordenamientos). Me atrevo a decir, entonces, que resulta difícil creer que este texto sobre “el fondo literario” haya sido adjuntado arbitrariamente a La música y las letras. Se trata de devolver a la literatura, o al menos a la institución literaria, parte de los beneficios de las obras que, habiendo pasado al dominio público, enriquecen al cuerpo de editores sin ganancias para los literatos. ¿No se ve acaso que el proyecto de este impuesto constituyente de un fondo literario es el deseo declarado de recuperar el objeto perdido de la literatura? Lo cual concuerda exactamente con lo que evoca La música y las letras acerca de un objeto que se escapa, que falta. Con ello, me parece, Mallarmé designa la creación o cuasi-creación literaria. Sí, para citar de nuevo a Mallarmé: “es curioso el hallazgo de este oro relumbrante, al alcance de la mano, así como la riqueza comprimida entre sus bordes por el sueño de los libros”[8].

Vuelvo por última vez a mi título. Lo de “gules”, para motivarlo, o razonarlo, está sin duda las “palabras de gules” de Rabelais – que sería “necio” “acumular”, porque eso “nunca falta y siempre las hay a mano, […] entre todos los buenos y felices Pantagruelistas”[9] . No me desagrada asociar así a Rabelais con Mallarmé, pues creo haber deducido de Roger Dragonetti y su “Edad Media en la modernidad” – el propio maestro utiliza la palabra “modernidad”, por tanto, supongo que está permitido – lo que emparenta al campeón de esta idea, Mallarmé, con quien no se priva de ser un cantor de la basura, Rabelais. Pero oro yuxtapuesto a “gules” no es menos una evocación de la práctica a la que yo sirvo: el psicoanálisis. Aquella en la que, con solo acoger a la “gola” que habla, se la halaga silenciosamente con un “lo que tú hablas es oro”, realizado en un numerario cuya acumulación hace difícil pensar en un fondo psicoanalítico análogo al que, muy seriamente, promovía Mallarmé para la literatura. A menos que uno suponga – se me ocurrió después – que, si los psicoanalistas se agrupan en asociaciones, escuelas, sociedades, lo hacen básicamente para tributar un poco, para constituir una especie de fondo psicoanalítico a través de su grupo. Por supuesto, el dinero no es oro, por “falta de deslumbramiento”, como dice Mallarmé en Grandes hechos diversos[10]. Confinarlo en el numerario – cito a Mallarmé – “a la sombra de los cofres de hierro” (ibid.) – esto dice algo aquí en Ginebra – evoca más bien la basura y su cubo. El lugar que tiene la economía política en el interés de Mallarmé está probado. Por otra parte, Roger Dragonetti nos recuerda que, para Mallarmé, las dos grandes investigaciones son la estética y la economía política[11].

¿He dejado suficientemente clara la pertinencia de mi título? Supongo que sí, al menos para llegar a “lituraterre”, palabra que me sopló Alain Grosrichard. Es la palabra con la que Lacan intenta decir lo que, en su opinión, es la literatura. Es una respuesta a un “¿qué es la literatura?” A lo que es, no en esencia sino en ser. Para ello, pone patas arriba las letras de la palabra “literatura”. Haciendo aparecer litura, el desecho, como si siempre hubiera estado oculto en su interior, o más bien en su misma superficie. ¿No deberíamos reconocer aquí la misma operación que se despliega con el cuadro conocido como Los Embajadores de Holbein, que Lacan, tras recibirla esbozada de Baltrusaïtis, elevó a paradigma[12]? En la suntuosa imagen en la que se amontonan el oro y los saberes, cuando uno sale de la sala en la que se expone el cuadro por la puerta adecuada, se vuelve para echar un último vistazo y la calavera aparece de repente, le salta a la vista. O sea, que te está mirando. Y sin duda ya debía haber estado mirándote antes, desde esa forma alargada, de contornos difíciles de distinguir, en la que Lacan ve un fantasma fálico. La pintura está llena de sorpresas llamativas. Tal vez estén un poco más silenciadas en la literatura, pero no son menos activas. En resumen, “lituraterre” es anamorfosis. Esto es lo que planteo. Es el equivalente escritural de la anamorfosis. ¿Y acaso no es la anamorfosis la operación Lacan por excelencia, en la que basta con un ángulo, si es el correcto, para disipar los semblantes y circunscribir el duro real encerrado en la modalidad de lo imposible?

Esta operación, la operación Lacan, es demostración, si estamos dispuestos a palabramorfosear [motamorphoser]– permítanme decirlo asítambién esta palabra, para hacer oír, como Roger Dragonetti supo señalar en Mallarmé, el monstruo que se muestra a través de este oficio, el monstruo oculto en la palabra demonstruoación [dé-monstration][13]. Que su “gola” sea de “Quimera” – la palabra está en Mallarmé y Dragonetti la señala[14] – no impide que se aparezca en el sueño. Además, “lituraterre” no es “literatura”. Es lo que la “literatura” vela. La literatura vela, viste, oculta; pero también a veces exhibe, y entonces se convierte en “lituraterre”. Podríamos ponerla, como a Hércules, frente a dos caminos, uno el de ideales, el otro el de desechos. Por un lado, el culto del buen uso, el favor, la admiración de los maestros del lenguaje, la identificación ama con los personajes a menudo tratamos la literatura en términos de identificación con los personajes, y a menudo lo hacemos en nombre del psicoanálisis, además –, la identificación ama [maîtresse] con los personajes así como con los grandes escritores, lo clásico, es decir, la permanencia de lo que se enseña: que es lo que permanece, igual que el desecho, pero en el sentido de lo que perdura bajo la modalidad de los idealismos. Esta sería una forma. La otra vía es la admisión del desecho como el objeto monstruoso de la literatura. Y ahí es donde Lacan, como he dicho, sitúa su honor. Binario demasiado simple, porque las mezclas están permitidas, incluso la mezcla es necesaria y el objeto siempre está ahí, bajo los velos brillantes. Tomo el ejemplo de Roger Dragonetti. “Los escritores latinos y romanos de la Edad Media, nos recuerda, no habían dejado de practicar el culto órfico de las Letras, pero este culto, dice, sólo se practicaba bajo la caución de la alegorización cristiana”[15]. Tenemos aquí una relación, al fin y al cabo, de disimulación. Hay una actividad que es propiamente de las letras, pero que sólo puede hacerse bajo el velo ideal de la alegoría cristiana. Y es este velo el que demuestra Mallarmé cuando pronuncia la frase que Dragonetti gusta de citar: “Sí, que la literatura existe y, sí se quiere, a excepción de todo lo demás”. [16] “Exageración”, anuncia Mallarmé y su “si se quiere” nos lo recuerda, pero no tiene nada de insignificante, porque basta con oír que la literatura ex/siste al todo para que la autonomía de la creación poética, como dice Roger Dragonetti, descubra el ser de resto en el que se apoya.

Con Mallarmé, sin duda, algo de literatura ha quedado al desnudo bajo la forma de la esencia pura como autonomía de la creación. Mallarmé, al fin, ha disipado los semblantes, los pretextos, los ritos que rodeaban al ser de la literatura. Y es en este sentido que puede decir, por tanto “la destrucción fue mi Beatrice. Pero, igualmente, en este culto a la idea reside el último semblante que vela lo que es el ser de la literatura. La idea mallarmeana, ¿no deberíamos admitir que es un señuelo, que Dragonetti perfora reduciéndola a su ser de letra? Cito: La idea, como ensamblado de letras, se asemeja así a la familia de las irídeas; y remite a Prosa para des Esseintes, comentada en el “El divino malestar de la crítica”[17]. Es decir, aquí, que la idea como esencia es el velo final del objeto.

¿Qué es este objeto, el objeto literario, la litura de la literatura? Es el momento de decirlo, tras este rato que me he pasado amansando a vuestro auditorio. Este objeto es la letra, que debe ser entendida literalmente, tal como su batería nos es dada en sus veinticuatro letras que se han fijado en una lengua, como dice Mallarmé[18]. Es el escrito en su materialidad asemántica, como tal, sin transfiguración. Es lo que salta a la vista, por ejemplo, en la caligrafía japonesa, a la que Lacan recurre en su “Lituraterre”. En otras palabras, nada de cháchara: es la caligrafía de signos escritos, materiales. Y a medida que lo literario acoge lo escrito, se va cerrando a las significaciones que tranporta el discurso común. Sin duda, para que la palabra escrita se revelara como objeto, tuvo que advenir un hombre – y aquí retomo la fórmula de Mallarmé[19]: James Joyce, que fue bastante enemigo de la lengua, la suya.

Lengua, James Joyce, tenía una, pero era lo suficientemente enemigo de la lengua que, de hecho, era la del otro que oprimía a su pueblo, la de los ingleses, para trabajarla, para corromperla, para atravesarla con otras, y así rasgar el velo de la idea y traernos su fruto, el monstruo del escrito, aquel Finnegan’s Wake con el que el psicoanalista Lacan se pasó uno o dos años al final de su vida. No es que entonces el monstruo de la palabra escrita ya no tenga sentido. Al contrario. No tiene un sentido común, sino un sentido que se multiplica, que se infinitiza, que brota, se desborda, lo invade todo: es un sentido que no se deja atrapar en las redes de la metáfora y la metonimia, denunciadas entonces en su ser de semblante. La distinción entre metáfora y metonimia no funciona en el texto de James Joyce y, por lo mismo, lo real de este escrito denuncia el carácter de semblante de estos dos efectos de significante. Lacan, al haber simbolizado mediante la letra los dos efectos de significante aislados por Jakobson, la metáfora y la metonimia, se prestó a la confusión de hacer de la letra un significante, o incluso de asignar a la letra una primariedad con respecto al significante, como la que le asignó con respecto al significado.

“Lituraterre” – al fin y al cabo, este texto no es muy conocido: ustedes lo conocen, pero no es muy conocido – está, en este punto, hecho para rectificar “La instancia de la letra”[20] mediante un apólogo que quiere demostrar, mediante una demostración literaria, la producción de la letra como consecuencia del lenguaje, el estatus de la escritura como un artefacto que sólo habita en el lenguaje. Este apólogo hay que leerlo, pero nada impide que yo se lo resuma a ustedes en estos términos. Es la pequeña historia que inventa Lacan para hacerse entender literariamente: una breve génesis de la letra, una génesis, precisamente, que no es mecánica como la metáfora y la metonimia, sino una génesis meteorológica. ¿Dónde sitúa el significante? En las nubes, el lugar del semblante por excelencia, el lugar de los fenómenos y los meteoros. Que el significante es, por excelencia, semblante, es con estas palabras, con este recordatorio, como Charles Méla abrió este coloquio evocando la sofística. Que, precisamente, a través del lenguaje, en el juego del significante, el semblante está inmediatamente al alcance de la mano. Por eso Lacan – el Lacan de la “Lituraterre” – sitúa el significante en las nubes del semblante, en las nubes o bien los meteoros, los fenómenos ilusorios, el arco iris, etc. Es de la ruptura de la nube de donde llueve significado; y entonces la tierra se abarranca. La escritura es este mismo abarrancamiento que la lluvia del significado deja en la tierra, cavando un vacío que puede acoger el goce – dejaré esto de lado. Con esta meteorología de la letra, reducida de este modo, ¿no basta acaso, sin que yo lo siga explicando, para medir a qué distancia llegó Lacan respecto de su propia instancia de la letra? Sin entrar en los arcanos de una doctrina cuyo último estado no quedó fijado en fórmulas simplificadas como en “La instancia de la letra”.

No me parece insuperable hacer visible la consecuencia que implica el hecho de situar el escrito como un objeto caído del lenguaje. Es que, en todo caso, este objeto no tiene estructura de lenguaje, si la estructura del lenguaje se define por el significante y su efecto, el significado – términos que Lacan, por otra parte, tras haberlos tomado prestados de la lingüística saussureana, abandonará. Lo importante es esto: que el objeto no tiene la estructura que es la del inconsciente. Y por eso no hay, a la letra, interpretación analítica del escrito literario. No la encontraremos en Lacan. Lo que encontraremos, eso sí, son préstamos, pedazos de literatura utilizados con fines que no son de interpretación sino de ilustración, apólogo, paradigma. Y cuando digo esto no olvido que el paradigma del paradigma, Platón lo toma prestado de las letras de su alfabeto. Todo esto son materiales sometidos a una demostración: la que se requiere en determinado momento para elaborar una doctrina que concierne al psicoanálisis y su práctica. Llama tanto más la atención comprobar que las demostraciones literarias de Lacan convergen en un tema único, que es la función del objeto en el psicoanálisis.

No puedo dedicarme aquí a una demostración erudita a través de la enseñanza de Lacan, pero sobrevolarla será lo bastante indicativo, al menos para quienes no son vírgenes con respecto a la enseñanza de Lacan. “La carta robada”, para empezar por ella, que sirve de apólogo sobre el poder del significante, ¿no demuestra también la disyunción del mensaje y la letra? Ya que, despojada de su mensaje, y por lo tanto del significante así como del significado que ella porta, la carta como misiva continúa sin embargo su circulación y sus aventuras. ¿Qué es, entonces, sino un objeto resto[21]? Otro ejemplo es el estudio sobre André Gide, que tiene su punto de partida en una psicobiografía. Este era un punto de partida obligado en la época, pero condujo a Lacan al episodio que le interesa como fundamental y que es narrado, no por Delay, sino por Schlumberger: la destrucción por parte de Madeleine, la esposa de Gide, de toda la correspondencia que su marido había mantenido con ella hasta el 1918 y que era para ella, según dice, lo más preciado. Si esta Madeleine revela ser digna de venir en mi ayuda, estas cartas, que no tenían duplicado – aunque Gide les otorgaba el mayor valor, no hizo un duplicado de ellas y por tanto lloró su pérdida como se llora la pérdida de un hijo –, estas cartas que no tenían duplicado y que, por tanto, se perdieron para siempre, demuestran así, dice Lacan, su naturaleza de objeto fetiche para Gide[22]. Cuando hablamos de la letra, hablamos de esta materialidad. Sí, la letra circula; sí, la letra pasa; sí, la letra se arruga; sí, la letra se quema; la letra se tira. En todos los casos, se ajusta a su destino como objeto, como residuo. Incluso cuando es enmarcada, como me ocurrió con una carta de Jacques Lacan. En este sentido, una carta siempre llega a su destino – si uno sabe no confundir la letra y el significante. Sabiendo que el destino de la letra como objeto monstruo es, en efecto, el cubo de la basura[23]. El uso que Lacan hace de Hamlet gira en torno a Ofelia como objeto[24]. Al igual que su análisis del Arrebato de Lol V. Stein, de Marguerite Duras, que juega enteramente con el lugar de objeto de la mirada[25]. Y de Dante, que le fue planteado por Dragonetti, ¿qué toma Lacan en Télévision? Toma el parpadeo de Beatriz y el exquisito desecho que de él resulta[26]. Es del objeto de la mirada de donde surge la noción del Otro divino que, él sí, puede colmar a una mujer. ¿Bastará con esta lista abreviada para demostrar mi tesis, que nunca es nada más que la litura lo que Lacan busca en la literatura? Litura, en sus diversas encarnaciones, de las que he tomado aquí, en primer lugar, la letra y la mirada. Pero Antígona es también una encarnación de la litura, al final de la obra[27].

El hecho de haber encontrado el doble de registro de la visión en relación con la anamorfosis literal y de nuevo con el objeto mirada, ¿no nos permitiría esbozar la perspectiva que a partir de ello se impone? Quiero decir la esquicia del ojo y la mirada, cuya pertinencia Lacan demostró para la pintura en su Seminario XI[28] ¿No tiene acaso esta escisión del ojo y la mirada su correlato en la literatura? ¿No es esto mismo lo que se indica en el viraje de “literatura” a “lituraterre”? Hay que plantear la hipótesis de una esquicia interna en el campo literario entre el escrito y su lectura. Tal vez podríamos empezar a aparejarlo, a percibirlo, a partir de lo que se cumple para mí misteriosamente de Rabelais a Montaigne. Si leemos, por un lado, el Prólogo de Gargantúa, que retoma este ejemplo del sileno y el agalma, y que nos promete interpretaciones, capas de interpretaciones como hasta el infinito, desde este Prólogo de Gargantúa hasta el capítulo XIII del Libro tercero, que es el último de los Ensayos y donde, por el contrario, Montaigne toma sus distancias, me parece, respecto a la interpretación infinita. En Rabelais, se ve que se disfruta de la interpretación; mientras que en Montaigne ya se perfila, me parece, una literatura que se deslizará hacia cierto parentesco con la conversación: la misma conversación de la que, por ejemplo, Marc Fumaroli hace el elogio y se convierte en su teórico. Aquí, entre Rabelais y Montaigne, hay como dos polos del hecho literario y como una esquicia. Esta esquicia entre el escrito y su lectura se hace legible en Mallarmé, donde el escrito se defiende de la lectura; donde la lectura, cuando tiene lugar, es asimilada a una violación (como lo recuerda Dragonetti)[29]. Esta esquicia divide, pero con una división que no es disyuntiva. Por un lado, el escrito hecho para ser leído. Y, por otro lado, el escrito como no para ser leído – lo que hace de la lectura “una práctica desesperada”[30]. Por eso Lacan podía decir que publicar era, de hecho, como tirar a la basura. Y su neologismo, “poubellication”, responde exactamente a “lituraterre”.

Que es necesario desligar la letra y la lectura, lo atestigua el propio aprendizaje de la lectura. Es un ejemplo que Lacan toma en algún lugar: el propio aprendizaje de la lectura muestra esta disyunción, ya que, de hecho, ¿qué aprendemos? Aprendemos que una misma letra del alfabeto no se lee de la misma manera según la palabra en la que se combina con otras. El escrito es más bien, para la palabra, del orden de la referencia. “¿Cómo lo escribe usted?” Aquí es donde la escritura es la piedra de toque. Por eso, en su “Lituraterre”, a Lacan le interesa la lengua japonesa. En efecto, allí la escritura permite una doble lectura y se pronuncia de una manera u otra según se pronuncie el carácter como tal, y en la otra pronunciación se enuncia el significado. Aquí hay, por tanto, un ejemplo no ficticio de un efecto de escritura que vuelve a trabajar sobre la lengua desde su interior, y que le permite así portar su propia referencia, como si recuperara el objeto perdido de la lengua, como si esta contuviera una traducción interna y de este modo se tradujera a sí misma. De ahí su parentesco, que se puede constatar, con lo que inventa James Joyce en Finnegan’s Wake: a saber, un lenguaje que se autodestruye y que, por tanto, no puede ser interpretado. Por eso Lacan decía que los japoneses eran inanalizables. Y dijo de Joyce que estaba, en su obra, “desabonado del inconsciente”[31]. Esto se traslada a la literatura. El artista literario, lejos de someterse a la interpretación del analista, le muestra el camino. Esto es lo que ya decía Freud. Por eso Lacan pudo decir de Joyce y de su obra que no se puede esperar nada mejor salvo un psicoanálisis en su final. E incluso allí – observémoslo de paso – donde “lo bello” ya no significa nada, en el espacio donde se encuentra Joyce, el orgullo sobrevive. Y por eso me parece una maravillosa adivinación que Roger Dragonetti haya hecho del orgullo la fiesta literaria, la fiesta del autor también, como tal. Es, pues, el objeto el que permite al ser hablante sustraerse del inconsciente y de sus artificios.

Sí, los artificios del inconsciente. En comparación con el objeto, el inconsciente estructurado como lenguaje, articulado por la metáfora y la metonimia, es artificio y semblante. Es del lado del inconsciente donde tenemos “lo verdadero que miente”, tal como lo evocaba Charles Méla; es del lado de las paradojas del inconsciente donde tenemos el significante como semblante. Mientras que la literatura, como “lituraterre”, está del lado de lo real. Este real es sin duda el que abordamos a través de la operación científica. Pero también cada vez que hay imposible, incluso lo imposible de soportar, es decir lo real clínico. Y en cada ocasión topamos con lo que no puede ser reabsorbido mediante la “sofistiquería”, mediante los métodos del “verdadera-miente” [vrai ment]. El inconsciente – y aquí creo que sostengo esa tesis que puede parecer sorprendente – el inconsciente Lacan lo define, a diferencia del escrito, como lo que está para ser leído.

Por un lado, lo escrito como para no ser leído; por otro lado, lo inconsciente como lo que se lee por encima de todo y que es pertinente interpretar. ¿Pero cómo? Pues bien, sostengo, sin poder demostrarlo realmente, que el inconsciente debe ser interpretado, allí donde tiene lugar, es decir, en la práctica del psicoanálisis, en la línea del “lituraterre”: en dirección al objeto. Es una práctica de interpretación, o al menos una presentación, que tiene algo de novedoso y que sorprendió a mis compañeros analistas. Con sólo decirles que la era de la interpretación ha quedado atrás.

¿Qué es el inconsciente cuando lo relacionamos con la función de la palabra en el campo del lenguaje? El inconsciente reside por entero en el desfase. Como si el significante desviara la trayectoria programada del significado, como si el significante interpretara a su manera lo que quiero decir. Es en este desplazamiento donde Freud situó el inconsciente, como si este “querer decir”, que es el mío, fuera sustituido por otro “querer decir” que sería el del propio significante y que Lacan, en el pasado, designó como el deseo del Otro.

¿Por qué la conclusión de estos dichos ha tardado en aparecer? A saber, que la interpretación analítica no es sino el inconsciente, que la interpretación es el propio inconsciente. Así, planteé una equivalencia entre el inconsciente y la interpretación, y lo hice para denunciar la extraordinaria fascinación de los analistas por su acto de interpretar. Lo que yo veo ahí es su narcisismo. La interpretación es principalmente la del inconsciente, en el sentido subjetivo del genitivo. Es el inconsciente el que interpreta. La interpretación analítica viene en segundo lugar, y no está estratificada en relación con ella, no es de otro orden. Cuando el analista toma su relevo, no hace nada distinto que el inconsciente: se inscribe en su continuación. Como se da cuenta, en el fondo, de que no es del todo así, se calla, y por eso la frase del analizante hoy, en el registro de la interpretación, es: “usted no dice nada”. Y sin duda el analista no dice nada, o muy poco, porque aquí callar es un mal menor, ya que, interpretar, el inconsciente nunca ha hecho otra cosa. Si el analista guarda silencio, es que el inconsciente interpreta. Sin embargo, el inconsciente también quiere ser interpretado. Por eso he tratado de decir lo que podía ser esta interpretación. En primer lugar, ya nunca será lo que era. La edad en la que Freud ponía patas arriba el discurso universal mediante la interpretación se terminó. Entonces, inventé, planteé que se podría interpretar más allá del principio del placer. Y que ya no se trataría tanto de interpretación como de algo que es como su reverso, que aquí es “lituraterre”. En otras palabras, para concluir en algo y más bien con algo que no funciona del todo, diré que el bien decir, el imperativo retórico que constituye – dice Lacan – la sustancia misma de la ética del psicoanálisis, el bien decir, sólo se concluye, en un análisis, cuando se cae en “lituraterre”.

Jacques Alain Miller, AME, miembro de la ECF, miembro de honor de la ELP, psicoanalista en Paris

jam@lacanian.net

Traducción: Enric Berenguer

  1. L’or à gueule de la lituraterre en el original.Comunicación presentada en la Jprnada en honor de Roger Dragonetti, organizada con el título L’orgueil de la littérature por la Facultad de Letras de la Universidad de Ginebra el 10 de noviembre de 1995,Publicada con al amable autorización del autor
  2. El título se basa en la homofonía aproximada entre orgueil (“orgullo”) y or en gueule. Esta última palabra remite a un término de la heráldica, gueule (en español, “gules”, importado del francés en el siglo XVI), que designa en un blasón un campo rojo, y que es empleado por Rabelais en la expresión motz de gueule (“palabras de gules”). A su vez, el término heráldico proviene del francés antiguo goules (del latín gula, “garganta”). Más abajo he recurrido a “gola”, arcaísmo en español, para el otro sentido del francés gueule, “garganta”, este sí de uso habitual. [N. de T.]
  3. Rabelais, François, Le Quart Livre, cap. LVI, París, Gallimard, La Pléiade, 1955, p. 692. [Traducción al castellano en Cuarto libro de Pantagruel. Cátedra, 2011]
  4. Mallarmé, Stéphane, “La musique et les lettres”, en Œuvres complètes, ed. H. Mondor y G. Jean-Aubry, París, Gallimard, La Pléiade, 1945, p. 648 (todas las
  5. Lacan, Jacques, “Lituraterre”, Littérature, 3, 1971, pp. 3-10. [Disponible en castellano en “Lituratierra”, Otros escritos. Paidós 2012
  6. Ibid, p. 3.9
  7. En Mallarmé, Stéphane. Oeuvres complètes, op. cit., p. 1610.
  8. Mallarmé, Stéphane. La musique et les lettres, op. cit., p. 639.
  9. Rabelais, François. Le Quart Livre, chap. LVI, op. cit., pp. 693-694.
  10. Mallarmé, Stéphane. “Or” (Grands faits divers, in Variations sur un sujet), op. cit., p. 398.
  11. “no hay, abiertas a la investigación mental, sino dos vías, nada más, en las que se bifurca nuestra necesidad, a saber, la estética, por un lado, y también la economía política” (Mallarmé, Stéphane. “Magie”, (“Grands faits divers”, in Variations sur un sujet), op. cit., p. 399). Cf. Dragonetti, Roger, “Le moyen âge dans la modernité de Mallarmé”, Littérales, 1990, retomado en Études sur Mallarmé, Romanica Gandensia, XXII, 1992, p. 217.
  12. Cf. Lacan, Jacques. Le Séminaire, Livre XI, Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, Paris, Seuil, 1973. [Disponible enl castellano en El Seminario, libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós 1987]
  13. Dragonetti, Roger. “Mallarmé ou le Malaise divin de la critique”, Problèmes actuels de la lecture, sous la direction de L. Dallenbach et J. Ricardou, Paris, 1982 retomado en Études sur Mallarmé, op. cit., p. 191. N. de T: demonstration (“demostración”) incluye monstre (monstruo).
  14. Mallarmé, Stéphane. “Crayonné au théâtre”, op. cit., p. 294. Cf. Dragonetti, Roger. “Le sens de l’oubli’ dans l’oeuvre de Mallarmé”, in Aux frontières du Langage poétique (Études sur Dante, Mallarmé, Valéry), Romanica Gandensia, IX, 1961, retomado en Études sur Mallarmé, op. cit., p. 38, y “Métaphysique et poétique dans l’ oeuvre de Mallarmé (Hérodiade, Igitur, Le Coup de dés)”, Revue de métaphysique et de morale, 84, 1979, retomado igualmente en Études sur Mallarmé, op. cit., p. 142.
  15. Dragonetti, Roger. “Le moyen âge dans la modernité de Mallarm”, op. cit., p. 220.
  16. Mallarmé, Stéphane. “La musique et les lettres, op. cit., p. 646.
  17. Dragonetti, Roger. “Mallarmé ou le malaise divin de la critique”, op. cit., p. 189. Cf. Mallarmé, Prose pour des Esseintes, op. cit., p. 56.
  18. Cf. Mallarmé, Stéphane. La littérature (Dyptique), op. cit., p. 850.
  19. “Un homme peut advenir, en tout oubli [ . . . ]”. (Mallarmé, Stéphane. “La musique et les lettres”, op. cit., p. 646).
  20. Cf. Lacan, Jacques. “L’ instance de la lettre dans l’inconscient ou la raison depuis Freud”, Écrits, Paris, Seuil, 1966, pp. 493-528. [Disponble en castellano en “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”, Escritos. Siglo XXI 1971]
  21. Cf. Lacan, Jacques “Le séminaire sur La Lettre volée”, Écrits, op. cit., pp. 11-61. [Disponible en castellano en “El seminario sobre La carta robada”, Escritos, op. cit.]
  22. Cf. Lacan, Jacques “Jeunesse de Gide ou la lettre et le désir. Sur un livre de Jean Delay et un autre de Jean Schlumberger”, Écrits, op. cit., pp. 739-764. [Disponible en castellano “Juventud de Gide o la letra y el deseo” en Escritos, op. cit.]
  23. Cf. Agamben, Giorgio. Bartleby ou la création, Paris, Circé, 1995.
  24. Cf. Lacan, Jacques. Le Séminaire, Livre VI, Le désir et son interprétation, Seuil, París. [Disponible en castellano en El Siminario, libro 6, El deseo y su interpretación, Paidós 2014]
  25. Cf. Lacan, Jacques. “Hommage fait à Marguerite Duras, du ravissement de Lol V. Stein”, Cahiers Renaud-Barrault, décembre 1965. [Disponible en castellano en “Homenaje a Marguerite Duras por el arrobamiento de Lol V. Stein”, Otros escritos, op. cit.
  26. Cf. Lacan, Jacques. Télévision, Paris, Seuil, 1974, pp. 40-41 [Disponible en castellano en “Televisión”, Otros escritos, op. cit.]
  27. Sobre Antígona, cf. Lacan, Jacques. Le Séminaire, Livre VII, L’Ethique de la Psychanalyse, Paris, Seuil, 1986, pp. 283-333. [Traducción al castellano El Seminario, libro 7, La Ética del Psicoanálisis. Paidós 1988]
  28. Cf. Lacan, Jacques Le Séminaire, Livre XI, op. cit., pp. 65-74.
  29. Cf. Dragonetti, Roger. “Mallarmé ou le malaise divin de la critique”, op. cit., p. 1 90.
  30. Mallarmé, Stéphane. “La musique et les lettres”, op. cit., p. 647.
  31. Cf. Lacan, Jacques “Joyce le symptôme I”, in Joyce avec Lacan, bajo la dirección de Jacques Aubert, Paris, Navarin, 1 987, p. 24. [Disponible en castellano en “Joyce el síntoma”, El Seminario, libro 23, El sinthome. Paidós 2006]