Cualquier síntoma que usted tenga como, por ejemplo, el sentimiento vago de la falsedad profunda de todo lo que se dice, de todo lo que usted vive, o una pequeña dificultad para elegir esto o lo otro, una vez contado al analista, toma forma*.
En general, eso se agrava, se sistematiza, se estiliza. Al término, del análisis curar -tanto como se pueda-, algunos llegan, precisamente mediante el resto incurable de sus síntomas, a tomarse por una obra de arte: “no me parezco a nadie”, dicen todos; y esto es la firma de su síntoma posanalítico.
En tanto que clínicos posmodernos, ya no creemos en las clases -las de un sistema de clasificación-; no se trata de las clases sociales. Lo sabemos, nuestras clases son mortales, históricas, relativas, artificiales, artificiosas; son sólo semblantes. Las clases no se fundan ni en la naturaleza, ni en la estructura, ni en lo real. Solo se fundan en la verdad y, como sabemos después de Pascal, la verdad varía: es efecto de un lugar, un tiempo, un proyecto.
En el capítulo 1 de su semiología1, Philippe Chaslin nos da ejemplos abundantes y variopintos, es decir, casos con descripción y diagnóstico. En el capítulo 2, ofrece el cuadro de su clasificación nosográfica. Esta yuxtaposición entre desorganización y cuadro ordenado enseña que hay signos y hay clases; el diagnóstico pasa de los signos a la clase.
Por ello, a mi parecer, toda práctica del diagnóstico, cualquiera que sea, comporta que un individuo deviene un ejemplar, un ejemplar de la clase. He aquí por qué la práctica del diagnóstico repugna al individualismo contemporáneo. “Yo soy yo”, protesta cualquier fulano, “Yo no soy un número”. Por otra parte es, precisamente, el ”bendito número” el que protesta más alto.