¿Dónde están los límites de nuestra percepción de la identidad?, se pregunta Fred Stiller, personaje central de la serie El mundo conectado que Fassbinder realizó en el año 19731. Un dilema cuyo alcance ontológico y político se impone en nuestros días, repercutiéndose sin cesar —también en forma de alarma social— cuando se toma en consideración el modo en que las tecnologías inciden en nuestras vidas, ocasionando una mutación sin precedentes que nos convierte en espectadores extrañados, según el análisis de gran calado filosófico y político que se teje en el libro Tecnopersonas.
“¿Cómo conceptualizar un mundo entretejido en bits? ¿Cómo actuar en el espacio y tiempo tecnológicos? ¿Hay algún deber en los tecnoentornos? ¿Cuáles son las relaciones de poder que configuran la vida onlife? ¿Qué mecanismos de subjetivación moldean hoy las identidades?”2 Tales son las preguntas que orientan la exploración de este ensayo imprescindible para nuestra reflexión y nuestra praxis.
Un primer acierto, sin duda, concierne a la elección del término tecnopersona frente al de individuo, teniendo en cuenta su raigambre etimológica donde se destaca su dimensión social: Persona – dicen- viene del etrusco phersu, cuyo significado -“enmascarado” o la máscara misma- se vincula a Perséfone, ya que en las fiestas dedicadas a la diosa se usaban máscaras. También, nos explican los autores, la expresión latina persona traducía prosopon, y significaba “máscara de teatro”. Las máscaras informatizadas a través de las cuales los usuarios de las redes sociales aparecen en la nube —los tecnoespejos digitales donde cada cual se mira a sí mismo y a los demás— actualizan esa dimensión de oferta a la mirada de los otros que Clotilde Leguil, en su libro “Je”: Une traversée des identités, designa como “la mirada de Mr. Nobody”3, y Gérard Wajcman nombra como el Ojo absoluto, suscitando la captura en la imagen del yo, un doble virtual prometido a un deslizamiento infinito y que, en palabras de Lacan, “…despierta la pasión y engendra la opresión”4.