Agradezco a Erick González y en su nombre a quienes conspiraron para que Montserrat Puig, Eugenio Díaz y yo estemos aquí, dispuestos a conversar entre nosotros y con ustedes esta noche. Vine a Barcelona por primera vez hace casi diez años, invitado por la Biblioteca a presentar mi traducción del curso Piezas sueltas de Miller, y me alegra regresar hoy para presentar y comentar mi versión del Seminario 14 de Lacan, La lógica del fantasma, recién publicada por Paidós.

Hace quince años, cuando comencé a traducir regularmente libros de Lacan, Miller y otros colegas franceses, no imaginé cuántas puertas iba a abrirme esa tarea para la cual, por cierto, nada me predestinaba. Y no solo me refiero a invitaciones como ésta. Traducir se ha convertido para mí en una llave para interrogar textos y para definir proyectos de investigación, y aquí mismo Lacan recomienda utilizar la traducción, en sentido amplio, como forma de lectura (179)*. Mi aporte a esta conversación –que da inicio a la serie de conversaciones que ustedes dedicarán a este Seminario– se apoyará en algunos de los efectos de lectura resultantes de este trabajo de traducción.

Para entrar en el tema, compartiré algunas notas de contexto que permitirán captar por qué he llegado a representarme el Seminario 14 como una suerte de trampolín.

El jueves próximo se cumplirán 57 años desde que Lacan comenzó a dictar La lógica del fantasma. Ese 16 de noviembre de 1966 fue especial, además, porque él llevaba en sus manos, entre otras cosas, el grueso volumen de sus Escritos, con la tinta aún más fresca que la de este Seminario, ya que había visto la luz apenas un día antes. Ese insólito best seller, que recopila unos treinta textos producidos a lo largo de unos treinta años, vino a dar apoyo material a quienes se nutrían de la enseñanza de un Lacan ya expulsado de la ipa.

En la sala Dussane de la École Normale Supérieure, llena hasta reventar, y provisto de un micrófono corbatero, además de útiles de escritura, papeles y libros, ese día Lacan regresaba para hablar, dos horas por semana, ante una audiencia que doblaba el número de miembros de la Escuela que él había fundado tres años antes (eran unos 120 miembros y en la sala caben unas 200 personas), gracias a la presencia de estudiantes universitarios, personajes de la cultura y otros curiosos. Pocos entendían gran cosa de lo que escuchaban, aunque casi nadie dudaba de su valor.

Hubo al menos una excepción: un estudiante de física astuto e insolente que, entre otros atentados, cierto día activó por control remoto un generador de humo escondido bajo la tarima desde la cual Lacan hablaba, lo cual le impidió continuar la clase por un rato. La anécdota, apenas mencionada en este libro (197), es narrada con gracia por Alain Grosrichard en un fragmento de su magnífico aporte al volumen titulado Lacan Redivivus.

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