Hurbinek era el nombre que, no se sabe quién se lo puso a un niño de tres años, que tampoco se sabe bien cómo es que había nacido en Auschwitz en ese ambiente concentracionario. Tampoco se sabía exactamente quienes habían sido sus progenitores. La madre había sido una prisionera probablemente húngara que habría terminado en el crematorio. Respecto de su genitor biológico, no se sabía exactamente si había sido un kapo de un determinado barracón o un guarda nazi. Milagrosamente el niño había sobrevivido tres años y era uno de los afortunados que se encontraban a la espera de ser trasladados, al día siguiente de la liberación del campo, el 27 de enero de 1945. Hurbinek fue uno de los 196 sobrevivientes de los casi un millón de prisioneros exterminados en Auschwitz. Su cuerpo era un despojo, estaba semiparalítico, sus piernas finas y atrofiadas “delgadas como hilos.” El niño murió en los primeros días de marzo, vivió en libertad cerca de dos meses, vivió libre pero no redimido, escribe Primo Levi1 en el segundo libro de la trilogía de Auschwitz y agrega, “Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías”.2 Pero había algo más, a Hurbinek, le faltaba la palabra, nadie había intentado introducirlo en el mundo de los seres parlantes, aunque él intentaba emitir algunos sonidos indescifrables. Había sido hasta entonces una “libra de carne” abandonada en algún rincón al que se lo alimentaba como a un animalito doméstico. A partir de la liberación, un muchacho de quince años, de origen húngaro llamado Henek, se había impuesto la magna tarea de transferirle el significante que lo convirtiera en un parletre. Quería que Hurbinek tomara nota y firmara el recibo del significante de su propio nombre y recibiera el don de la palabra. Una semana después de comenzar su tarea, Henek anunció seriamente que Hurbinek, había dicho una palabra.

¿Qué palabra? Una palabra difícil de pronunciar, una palabra húngara quizá. Esa palabra indescifrable, que anunciaba el triunfo de la humanidad sobre el vaciamiento al que había sido sometido Hurbinek, empezó a ocupar con entusiasmo al pequeño grupo que se había formado alrededor de él y de Henek. Se trataba de saber en sus mismos fundamentos, “lo que hablar quiere decir”. Aquí se trataba de un significante único, pero también absoluto. La palabra sonaba algo así como “massklo o matiska”.

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