El grito de la violación a finales de la Edad Media: expresar miedo, dar la alarma y aportar pruebas

Lo mínimo que se puede decir es que existen mil maneras de decir. Puedes, sin decir una palabra, expresarte a través de una mirada, una expresión facial, un gesto o incluso, ni que decir tiene, dejar escapar sonidos de tu boca. Para la persona que los oye, estos sonidos, siempre que se conozca la lengua en la que se expresan, pueden ser articulados e inteligibles, formar parte del logos y, por tanto, ser inmediatamente comprensibles; pero también pueden adoptar formas onomatopéyicas, aparecer como ruidos inconexos y confusos de la voz, a menudo producidos bajo el efecto de emociones intensas (goce, placer, sufrimiento, miedo, etc.), lo que no significa que no quieran decir nada. Estos sonidos también varían en intensidad: desde susurros apenas audibles hasta gritos ensordecedores. Estudiar qué se dice a través de la voz significa prestar atención a la inteligibilidad y al volumen sonoro del enunciado. El grito de una mujer violada a finales de la Edad Media —un grito que sonó realmente, pero que los historiadores solo pueden captar reconstruyéndolo a partir de los textos— ofrece un excelente punto de observación sobre esta manera de decir1 El grito expresa miedo y estupor, pretende dar la alarma y, al mismo tiempo, probar el delito y desencadenar una acción judicial2.

Decir gritando a través de la palabra escrita

El periodo medieval, muy anterior a la era de la grabación del sonido, no nos ha dejado ningún rastro sonoro. Sin embargo, «la Edad Media es para nosotros un periodo mudo solo porque la aprehendemos a través de vestigios que ahora son mudos: catedrales, castillos, manuscritos, cajas de marfil…»3. En efecto, fue una época muy ruidosa: los gritos de la calle, el choque de las armas, los martillazos de los herreros, los cantos de los fieles en la iglesia, el tañido de las campanas, etcétera. En esta sociedad de «oralidad mixta»4, en la que muy pocos hombres y aún menos mujeres tenían acceso a la escritura, en la que la comunicación y la difusión de la información se basaban en imágenes, gestos y el habla, y en la que la inmensa mayoría de los textos literarios se escribían para ser interpretados oralmente, la palabra y la escucha desempeñaban un papel crucial. Los estudiosos de la literatura nos han enseñado a pensar que el lenguaje tiene dos caras, a buscar en los textos «índices de oralidad», definidos por Paul Zumthor como «todo aquello que, dentro de un texto, nos informa sobre la intervención de la voz humana en su publicación»5. En el intercambio verbal, no sólo decimos, sino que también intentamos hacer, producimos «actos de habla»6.

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