Entrevista a Luis Seguí

Realizada por Esperanza Molleda

En 2016, Luis Seguí publicó un interesante libro en el que, bajo el título El enigma del mal,[1] nos invitaba a reflexionar sobre el problema del mal a través de distintas conceptualizaciones teóricas, filosóficas y religiosas, de algunas de sus encarnaciones a lo largo de historia y de un abanico de casos criminales paradigmáticos. Siempre acompañado por la lucidez del pensamiento de Freud y Lacan acerca de la condición humana, las aportaciones de Luis Seguí en este libro suscitaron el deseo de entrevistarle para la revista El Psicoanálisis.

Esperanza Molleda (EM): Si algo se deduce a partir de la lectura de tu libro es que el mal es polimorfo. Es un concepto esquivo y variable, hasta cierto punto, en su consideración en cuanto a tal según los entornos culturales y a lo largo de la historia. El propio Lacan en Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología subraya que “ni el crimen ni el criminal son objetos que se puedan concebir fuera de su referencia sociológica”.[2] Pero, por otro lado, existe también en muchas ocasiones una certeza inmediata de que algo es el mal. Desde esta perspectiva, ¿crees que se podría definir alguna nota distintiva, esencial de mal, alguna marca que identifique característicamente la maldad o el mal es siempre en referencia a una estructura de valores previa?

Luis Seguí (LS): En efecto, he señalado que uno de los elementos propios del mal es su carácter polimorfo, y precisamente el hecho de que el mal asume muy diferentes formas y modos de manifestarse supone una evidente dificultad cuando se lo quiere definir —encerrar en un concepto—, tanto desde la filosofía como por cualquier otra disciplina de las que Jacques Lacan denominó “ciencias conjeturales”. A esta característica esencial se suma la ubicuidad del mal, un atributo divino para la teología, pero que referido al mal significa que no hay lugar en el mundo habitado por el hombre del que pueda decirse que esté a salvo de aquel, cuya presencia, además de polimorfa, tiene el don de poder manifestarse simultáneamente en los escenarios más variados. De ahí que para intentar huir de las obviedades —como definir el mal como lo contrario del bien—, evitando los vicios de la tautología y las trampas del pensamiento mágico-religioso, se suele poner el acento en las muy diferentes formas en las que el mal se pone en acto o, dicho de otro modo, en los actos malvados ejecutados por el Otro y sus correspondientes manifestaciones fenoménicas; lo que no significa restar legitimidad a los intentos de encontrar respuestas a los interrogantes acerca del origen del mal, de si su existencia responde a lo que se ha dado en llamar una expresión de “pobreza ontológica” o bien se trata de “un real” ante el cual el sujeto ha de posicionarse como responsable. Ante este real de nada valen, salvo para los muy creyentes, los cuentos infantiles que sitúan el origen del mal en aquello que la doctrina cristiana llama “la naturaleza caída del hombre”, como consecuencia del pecado original y cosas así. No obstante, la Iglesia se tropezó con un problema: si todo lo que existe es obra de Dios, ¿también a Él debe atribuirse la creación del mal? Para intentar responder a esta cuestión, es decir para explicar la vigencia del mal y al mismo tiempo defender la bondad de Dios, a comienzos del siglo XVIII Leibniz escribió su Tratado sobre lo que a partir de entonces se llamaría Teodicea, un neologismo para designar la doctrina cristiana sobre el bien y el mal y su relación con la libertad humana, un aspecto que san Agustín había abordado siglos antes: Dios no ha instaurado el mal ni el pecado, pero ha otorgado al hombre el libre albedrío, la libertad para elegir el mal, aunque se condene por esa elección. Sigmund Freud señalaría en El malestar en la cultura que a los hombres les resulta incómodo oír que el ser humano posee una inclinación innata al “mal”, algo que resulta contradictorio con el hecho de que Dios los creara a su imagen y semejanza de su propia perfección; “el Diablo sería el mejor expediente para disculpar a Dios (…) pero aun así podrían pedírsele cuentas a Dios por la existencia del mal, que el Diablo corporiza”.[3]

La literatura y el cine ofrecen incontables ejemplos en los que la temática del mal es abordada desde las más diversas perspectivas, en algunos casos vinculada a lo fantástico y sobrenatural, y en otros en el marco de una cotidianeidad súbitamente rota ante la emergencia del horror. Pienso en Edgar Allan Poe, H.P. Lovecratft, Henry James, E.T.A. Hoffmann —en cuyo cuento, El hombre de arena, se inspiró Sigmund Freud para escribir, en 1919, Lo siniestro—, en Robert Louis Stevenson y en muchos más. De Otra vuelta de tuerca, de Henry James, se ha dicho que es un aviso de la presencia del Mal más allá de toda imaginación, y de Dr. Jeckill y Mr. Hyde que es un ejemplo de la duplicidad que anida en todo sujeto. Si hablamos de cine, tanto si recordamos Psicosis como El resplandor —cuyos protagonistas obran presas de la locura—, o La noche del cazador, donde el malvado actúa poseído por la codicia, el mal se nos presenta en estado puro, sin artificios retóricos y sin detenerse en especulaciones metafísicas.

Tu referencia al texto de Jacques Lacan de 1950 —Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología— es exacta; en efecto, ni el crimen ni el criminal —para resumir en el crimen la manifestación más evidente de la maldad— se pueden concebir fuera de su referencia sociológica, es decir, descontextualizados, y a esta circunstancia se refería el mismo Lacan cuando señalaba que no se puede hacer la clínica del sujeto sin hacer al mismo tiempo la clínica de la civilización, en la medida en que para abordar la subjetividad hay que conocer el contexto en el que esa subjetividad emerge. Insiste Lacan en acentuar esta cuestión en el texto titulado Premisas para todo desarrollo posible de la criminología, donde se recoge un resumen de las cuestiones planteadas en la discusión posterior a la presentación de la Introducción…, el 29 de mayo de 1950; en él se lee que “tanto la etnografía como la historia nos testimonian que las categorías del crimen son sólo relativas a las costumbres y las leyes existentes”.[4] En este sentido, cada época histórica exhibe modalidades diferentes del pasaje al acto criminal. Sigmund Freud sentenció en 1915 —en De guerra y muerte. Temas de actualidad— que “en realidad no hay desarraigo alguno de la maldad”,[5] lo que sitúa al mal y la maldad como intemporales en su esencia y terriblemente vivas en su cotidiana presencia.

 

EM: Otro aspecto que se aprecia a partir de los distintos ejemplos que nos brindas en tu libro, tanto históricos como individuales, es que de una forma u otra para “el malo”, para aquel que ejerce el mal siempre hay una justificación (aunque tan solo sea “no pude evitarlo”), la acción malvada siempre va acompañada de un aparato simbólico que la envuelve y la razona. Incluso para situaciones ampliamente consensuadas como execrables, por ejemplo, el Holocausto, hay sujetos y/o grupos que sustentan un discurso que las justifican. ¿Qué nos enseña esto como psicoanalistas en relación con los límites de lo simbólico, tan constatados, por otro lado, al final de la enseñanza de Lacan, acerca de la oscuridad en la que los sujetos nos situamos con respecto a nuestros actos?

LS: Has citado antes Funciones del psicoanálisis en criminología; es curioso que en ese texto de 1950 Lacan señalara que “las estructuras de la sociedad son simbólicas, y que el individuo, en la medida en que es normal, se vale de ellas para conductas reales, y en la medida en que es psicópata, las expresa a través de conductas simbólicas”,[6] una opinión que actualmente el mismo Lacan no suscribiría, o al menos no lo expresaría de ese modo. Hay resonancias psiquiátricas, concretamente de Kraepelin, en la referencia a la psicopatía, un concepto ajeno al psicoanálisis y que sin embargo ha sido rescatado no hace mucho por una personalidad tan destacada como Eric Laurent. En el número 10 de la revista El Psicoanálisis, con el título “Blog de notas: psicopatía de la evaluación”, Laurent escribe que “el psicópata es una figura residual donde se anudan, sin trascendencia, goce y normas fuera de toda prohibición (…) el psicópata es el reverso del sinthome (que es) el que mantiene juntas las dos vertientes: la vertiente significante de su envoltura y la carga libidinal del objeto a”.[7] Sin embargo —como lo he comentado en mi libro en relación con el llamado “caso Bretón”— hay que tener en cuenta que en muchos de los comportamientos que en principio serían diagnosticados como psicopáticos se pueden observar también claros rasgos psicóticos. De hecho, la afirmación de que el psicópata actúa en la dimensión del otro real, sin ley, y que su acción es loca, no regulada y fuera del sentido, remite a una sintomatología psicótica, ya que el psicótico carece de ley mientras que el psicópata, sin desconocerla, la desprecia y se la salta a sabiendas.

Sabemos que no hay nada más simbólico que la ley, pero también que la ley tiene —como la verdad— una dimensión desconocida: nadie la capta en su totalidad, y a pesar de ello ningún sujeto puede alegar su desconocimiento para justificar una conducta ilegal; las restricciones que impone la cultura han de ser respetadas, y las transgresiones castigadas, pero yo matizaría la afirmación de que la acción malvada vaya siempre acompañada de un aparato simbólico que la envuelve y la razona, o que para quien ejerce el mal hay siempre una justificación. En todo caso deberíamos saber de qué clase de justificación se trata en cada caso. Hay justificaciones exculpatorias elementales del tipo “yo no lo hice”, o “fue en defensa propia”, o “mi intención no era esa”, o “no sabía lo que hacía”, pero también nos encontramos con criminales que no recurren a ninguna justificación, sujetos cínicos instalados en un discurso perverso, canallesco, sin culpa, como es el caso de los serial killers, que asesinan con cierta periodicidad a víctimas indeterminadas; o los llamados spree killers, que disparan sin solución de continuidad contra aquellos que se cruzan en su recorrido homicida. Finalmente están los asesinos de masas, sujetos capaces de producir la muerte de cientos, miles, o incluso millones de personas, que justifican sus actos criminales en el marco del proyecto político e ideológico del que forman parte, y que se muestran reacios a cualquier gesto de arrepentimiento; está el Holocausto, por supuesto, como ejemplo más notorio y terrible, pero desde el final de la Segunda Guerra mundial se han producido otros muchos episodios de genocidios, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, como en los años 90 sucedió en la antigua Yugoslavia, y que hoy mismo tienen como escenario Siria, Gaza, Yemen y muchos otros, ante los que el concepto de justicia suena a sarcasmo. Cuando el acto criminal produce un gran número de muertes —son palabras de Miller—, sale del ámbito del derecho y entra en el de la política.

¿Cómo situarse ante la subjetividad del criminal, del malvado, desde el psicoanálisis? Mientras que los llamados “crímenes del Yo” son ejecutados, por lo general, por sujetos “normales”, gente corriente que carece de los recursos simbólicos para enfrentarse con aquello que se vive como una pérdida —la pareja, la familia, el trabajo—, como un signo de fracaso o de exclusión, como una humillación, en definitiva, como un acto hostil que le viene del Otro, en ciertos casos subyacen en tales comportamientos yoicos fenómenos elementales no detectados, que revelarían una estructura psicótica que se desencadena en el pasaje al acto. O bien se trata de obsesivos que han atravesado la tortura de la “rumiación”, en cuyas hiancias emergen imperativos homicidas que, finalmente, se imponen como un fracaso de la defensa. Casos bien distintos son aquellos calificados de “crímenes inmotivados”, que solo pueden definirse de ese modo por aquellos que los observan desde fuera, porque el ejecutor —aun oscuramente— “sabe” porqué los comete, y que el psicoanálisis incluye en la categoría de “crímenes de goce”, donde lo real —lo real sin ley— hace obstáculo a la simbolización. En un contexto caracterizado por la desagregación del lazo social y la fragilidad simbólica pareciera imponerse una suerte de perversión generalizada, por otra parte consustancial al discurso capitalista, con su empuje al consumo, a la satisfacción inmediata, de tal modo que la relación de proximidad del sujeto con el objeto es un síntoma de la época, como ha señalado Éric Laurent. Quienes lo tienen a su alcance, consumen, y quienes se ven privados de él agreden, hacen pasajes al acto, que es una manera perversa de sostenerse atentando contra lo real-corporal. La declinación del padre que el psicoanálisis ha descrito tan bien encuentra su correlato social en lo que el jurista francés Denis Salas —magistrado y profesor en la École Nationale de la Magistrature— ha descrito como la “desimbolización de las instituciones”,[8] que evidencia un cierto fracaso del significante amo cuando quiere entronizarse como “padre social”, un padre que al mismo tiempo que promueve las identificaciones quiere poner límites a la segregación de goce.

EM: En el “Prólogo”, José María Álvarez retoma el conocido planteamiento freudiano respecto a la potencial disposición de los humanos para ejercer el mal sobre su semejante: “[…] El prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlos sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo”.[9] ¿Hasta qué punto podríamos decir que este empuje excesivo del humano a ejercer la fuerza sobre su semejante más débil requiere siempre de algún tipo de “pacto entre hermanos” al modo de Totem y tabú para mantener cierta paz en el lazo social? ¿Hasta qué punto con este anudamiento de la pulsión con la ley aparece lo más específicamente humano como plantea Lacan en Introducción teórica… al afirmar que “con la Ley y el Crimen comenzaba el hombre”?[10]

LS: Para Lacan la conclusión que debe extraerse de Tótem y tabú no es otra que la que tú misma señalas: “haber reconocido que con la Ley y el Crimen comenzaba el hombre”, y, por su parte, Jacques-Alain Miller, haciéndose eco de aquella sentencia, expresó en abril de 2008 en la conferencia que pronunció en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires que “no hay nada más humano que el crimen”.[11]Se trata de una constatación que está presente en los trágicos griegos y latinos, en Shakespeare, Dostoievski, o en Joseph Conrad, que escribióen 1899 a su amigo Cunninghame Graham que “la sociedad es esencialmente criminal; si no fuera así, no existiría”. Si bien Lacan nunca le otorgó a la hipótesis freudiana del asesinato del padre de la horda un carácter real, histórico —el Génesis cita a Caín, el hijo mayor de Eva, como el primer asesino de la historia—, sí que al retomar Tótem y tabú le dio a ese hipotético crimen primordial el valor de un mito, un mito que explicaría la emergencia de la tríada castración-culpa-ley; en el seminario Las psicosis se pregunta cómo pudo el hombre entrar en el discurso de la ley, de una ley que como animal le es ajena. “El hombre —dice— está poseído efectivamente por el discurso de la ley, y con él se castiga, en nombre de esa deuda simbólica que no cesa de pagar cada vez más en su neurosis”.[12] La ley, en cuanto derecho positivo —establecida por el Estado— se inventó para evitar que en un mundo hobbesiano la sangre inundara las calles hasta ahogar toda posibilidad de lazo social normativizado, porque hay que tener en cuenta que no nacemos con una facultad natural para distinguir el bien del mal; la conciencia moral es el producto de una interiorización de la autoridad
—inicialmente externa— bajo la forma de superyó, que independientemente de la ley positiva nos hace sentir en deuda y culpables, aunque no sepamos de qué. Pero sabemos también que el aspecto feroz del superyó puede convertir los más bellos ideales en imperativos mortales cuando gobierna la pulsión y emerge lo que Freud denominó “lo anímico primitivo”.

En 1930, Freud explicó en El malestar en la cultura por qué los sujetos —todos los sujetos, en tanto hablantes, sexuados y mortales— debían pagar un precio en forma de malestar, a cambio de la sujeción de las pulsiones; dado que la condición humana no predispone a los hombres para la contención voluntaria de sus instintos, la emergencia de la ley como límite al goce y a la prepotencia de lo real es un requisito imprescindible para garantizar la convivencia social. Y aunque el proceso llamado civilizatorio ha creado la ilusión de que la mayoría de las sociedades humanas han hecho suyos unos principios morales que sus miembros asumen y respetan de buen grado, en realidad no se trata más que de eso: una ilusión; el hecho constitutivo del malestar de los sujetos con la ley una relación patológica, como la ha llamado Rosa López— es la existencia misma de la ley, que se les impone de una parte como un fenómeno estructural, y de otra como la encarnación simbólica del discurso del amo. Y en 1932, en una carta enviada a Albert Einstein, Freud afirmaba que una comunidad humana se mantiene unida gracias a dos factores, de un lado la violencia, y del otro las ligazones o identificaciones entre sus miembros; la argamasa que mantiene unida a la comunidad es la vinculación afectiva —junto con la coincidencia de intereses generales— entre sus miembros, y cuando esta falta o se debilita, la función homogeneizadora propia del discurso del amo la impone mediante la fuerza. La metáfora que lo expresaría mejor, y más poéticamente, sería aquella que dice que el corazón de una comunidad es el amor, y el de una sociedad la ley.

EM: Desde el discurso analítico hay una apuesta ética verdaderamente radical que Miller ha definido como ética de las consecuencias frente a la ética de las intenciones que es la que impera en el discurso del amo. Para el psicoanálisis no existe justificación a nivel de las intenciones porque se sospecha del deseo inconsciente y de la voluntad de goce imparable. Lacan habla en Introducción teórica… de que siempre existe para el sujeto una “protesta de inocencia” y de que “la sinceridad es el primer obstáculo hallado por la dialéctica en la búsqueda de las verdaderas intenciones puesto que el uso primario del habla parece tener como fin disfrazarlas”.[13] Por ello, el planteamiento de partida es que uno debe hacerse responsable del mal que causa con sus actos, incluso más allá de sus intenciones. En este sentido, ¿qué diferencias podrías discriminar entre la posición del discurso del Amo y del discurso analítico frente al mal?

LS: La referencia a la ética de las consecuencias frente a la ética de las intenciones tiene su antecedente en Max Weber, que en una famosa conferencia pronunciada en 1919 en Munich aludió al dilema al que se veían confrontados los líderes políticos al tiempo de adoptar decisiones, cuando debían optar por la ética de la convicción —entendida como fidelidad a su ideario—, o por la ética de la responsabilidad, lo que suponía sopesar muy bien las consecuencias que para los gobernados y para el mismo Estado podría acarrear la aplicación rígida de unos principios alejados de la realidad social. “La política, escribió Weber, consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere pasión, sentido de la responsabilidad y mesura”,[14] una advertencia de que las buenas intenciones no solo no bastan para obtener buenos resultados, sino que en ocasiones llevan al desastre. Aunque en tiempos y contextos diferentes y referidos a distintas —aunque no distantes— disciplinas, ambas intervenciones ponen el concepto de responsabilidad en el centro de la escena. Para el psicoanálisis, el axioma de que de nuestra posición de sujetos somos siempre responsables, enunciado por Jacques Lacan, es la guía que orienta su práctica y un principio ético irrenunciable. Cuando Freud se interrogaba acerca si debemos asumir la responsabilidad moral de nuestros sueños —y de nuestros pensamientos—, no dudó en responder afirmativamente, porque en el inconsciente no hay registro de la independencia entre el deseo y el acto, y en un texto suyo de 1925 en el que vuelve a La interpretación de los sueños se refiere a los sueños que califica de inmorales. Se niega a calificarlos de criminales, porque estima que no es competencia del psicoanálisis hacer juicios que, en todo caso, competen al ámbito jurídico, pero “se sueña siempre, según Freud –en palabras de Jacques-Alain Miller-, contra el derecho; el núcleo del sueño es una transgresión de la Ley. Los contenidos están hechos de egoísmo, de sadismo, de crueldad, de perversión, de incesto (…) somos criminales inconscientes, y eso viene a la conciencia, principalmente a la conciencia obsesiva como sentimiento de culpa”.[15]

Por su parte, el amo moderno ha heredado del antiguo un saber: el saber sobre la eficacia del orden simbólico y su funcionalidad social, ahora al servicio del capitalismo y su implantación planetaria. Al amo aspira a que todo funcione, y aquellos que se salen de la norma —delincuentes o locos— tienen como destino la cárcel o el psiquiátrico. El derecho, acompañado de la fuerza coactiva, es el lenguaje del amo, para el que sueños y pensamientos, en tanto permanezcan como tales, quedan fuera de la regulación normativa, aunque el desarrollo de las técnicas de control social a través de las redes supone en un futuro no muy lejano una amenaza para la intimidad y los secretos que almacenamos en nuestra mente. Ahora bien, el peso de las identificaciones de una parte, y la amenaza del castigo al transgresor por otra, consiguen que la mayor parte de los sujetos que integran un colectivo social se contengan ante la tentación de dar rienda suelta a sus impulsos más primarios: la agresividad y la violencia. Y aun inconscientemente, al reprimir esa tentación reclama la presencia de otro de la autoridad que castigue a quienes han sucumbido a la pulsión, obteniendo una doble satisfacción al encontrar una justificación a la represión de sus impulsos, y al mismo tiempo los realiza por intermedio de aquellos que están investidos del poder de castigar en nombre de lo que Freud llamó “la sociedad ultrajada”. Mientras que en el campo jurídico la transgresión del orden normativo acarrea un castigo, ejecutado por un juez en función del grado de culpabilidad del acusado, el psicoanálisis asigna al sujeto el papel de juez de sí mismo. Y en tanto un juez puede “desresponsabilizar” a un sujeto —incluso siendo culpable— si estima que no estaba en condiciones de comprender la ilicitud de sus actos, para el psicoanálisis todo sujeto es responsable desde su ingreso en la lengua; incluso un psicótico, aunque se demostrara que su padecimiento obedeciera a alteraciones genéticas, cromosómicas o enzimáticas, no estaría excluido de confrontar sus síntomas en un plano existencial, como ha señalado Gustavo Dessal. Si para el derecho el loco no es responsable, y por lo tanto no puede hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, para el psicoanálisis negar a un sujeto la posibilidad de asumir el resultado de sus acciones equivale a excluirlo del mundo, de la lengua, de la cultura, convirtiéndole en un no-sujeto. Hay, si se puede decir así, un derecho a ser castigado, porque esa es la vía por la que un sujeto podría subjetivar su pasaje al acto criminal, conseguir inscribir su acción en la trama de su propia historia personal, lejos de aquello que Lacan llamaba una concepción sanitaria de la penología, e incluso —como él mismo lo dice en la Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología— “dar entrada por el expediente de la transferencia al mundo imaginario del criminal que puede ser para él la puerta abierta a lo real”.[16]

EM: En un primer momento, Lacan relaciona el mal muy directamente con la tensión imaginaria a´-a’ y la agresividad en la que esta puede derivar cuando “la tensión agresiva integra la pulsión frustrada cada vez que la falta de adecuación del ‘otro’ hace abortar la identificación resolutiva, y también determina con ello, un tipo de objeto que se vuelve criminógeno en la suspensión de la dialéctica del yo”.[17] Desde esta perspectiva, ¿de qué manera el psicoanálisis podría orientar algún tipo de “política” que permitiese atemperar las consecuencias de este punto límite al que sabemos que tanto individual como colectivamente se puede llegar con consecuencias trágicas cuando el “otro” se vuelve irreversiblemente el “enemigo”?

LS: En La agresividad en psicoanálisis, presentado como informe teórico en Bruselas a mediados de 1948, Lacan escribe que “la agresividad se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma”.[18] Y, en efecto, insiste en que la agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación narcisista, que se revela como “una tensión conflictual interna al sujeto, que determina el despertar de su deseo por el objeto del deseo del otro (…) precipitándose en competencia agresiva de la que nace la tríada del prójimo, del yo y del objeto”;[19] aclara, sin embargo, que esa configuración imaginaria de la agresividad no llevará necesariamente a la violencia si es eficazmente reconducida a fin de que el sujeto pueda incluirse en el lazo social normal, un espacio en el que el malestar, siempre presente en algún grado, no desemboque en el pasaje al acto. En sus escritos e intervenciones Lacan no desarrolló lo que podría definirse como una “teoría sobre el mal”, aunque a lo largo de su obra aparecen, en opinión de Silvia Tendlarz, tres momentos en los que Lacan alude al mal, el último de los cuales sería una resignificación de los dos anteriores. En el primero, Lacan se remite al concepto griego de kakon o mal interior que todo sujeto alberga y que en ocasiones lleva al pasaje al acto como un recurso para liberarse de la angustia; en el segundo, que Tendlarz sitúa en el Seminario 7, Lacan se refiere a un goce masivo al que se accedería a través de una transgresión, en tanto que el goce es un mal que entraña el mal del otro, una consideración más ajustada a la condición humana —cruel, violenta y destructiva—- que al mandato de amar al prójimo, donde se prescinde de lo imaginario para acceder a lo real. Finalmente, en el Seminario 17 el objeto a se vuelve plus de goce, y la pérdida de goce que adviene por la acción de lo simbólico conlleva una recuperación de aquel a través del objeto plus de goce: la inclusión del sujeto en un discurso que determina un lazo social en el que se aloja el objeto plus de goce en su relación con el otro, un objeto que en el lazo social se mostraría como el mal. Independientemente de lo anterior, tanto en La agresividad en psicoanálisis como en Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología, la interrogación lacaniana acerca del mal y la maldad son constantes, en particular cuando se trata de pasajes al acto protagonizados por sujetos psicóticos, de ahí la referencia a Aimée y las hermanas Papin; y cuando comenta los crímenes del Yo, asociados al edipismo, Lacan exalta el papel del psicoanalista como el único capaz de superar lo que definía como la concepción sanitaria de la penología, exhortando a “irrealizar el crimen sin deshumanizar al criminal”.[20]

En cuanto a qué tipo de política podría articularse, desde el psicoanálisis, que colaborase a atemperar las consecuencias de lo que tú llamas el “punto límite” al que se puede llegar en la dialéctica amigo-enemigo, tanto individual como colectivamente, ¿qué significa punto límite?, ¿dónde se situaría, y de qué modo se puede concebir una intervención del psicoanálisis como discurso? El psicoanálisis está inmerso en “lo político” —entendido como el amplio campo en el que se despliegan los lazos sociales y se anudan y deshacen las identificaciones—, en tanto que con “la política” ha tenido y tiene una relación conflictiva; y hasta se podría afirmar que nuestro discurso es muy poco político, e incluso antipolítico, en la medida en que no solo no halaga al sujeto —ni individual ni colectivo— sino que lo confronta con aquello de lo que no quiere saber nada: su división, su falta y las miserias del autoengaño. No obstante, Jacques-Alain Miller abrió un camino con sus Cartas a la opinión ilustrada y otras intervenciones suyas en las que abordó la relación del psicoanálisis con la política, que alcanzó un punto nodal en su comunicado del 13 de Septiembre de 2011 en ocasión de la campaña que él mismo encabezaba para conseguir la liberación de la psicoanalista franco-siria Rafah Nached. En esa comunicación Miller afirmaba que “el psicoanálisis en el siglo XXI se ha convertido en una cuestión social (…) es el momento lógico, de que por todos lados el psicoanálisis se convierta ahora en una fuerza material, una fuerza política”, una suerte de manifiesto cuyo sentido se completó el día 18 de ese mes de septiembre con la carta a los miembros de la École de la Cause freudienne en la que sostenía que “para orientarnos en la discordia de los discursos contemporáneos, nada es más urgente que una reflexión de nuestra parte sobre la política y sus relaciones con el sujeto del inconsciente”. No se trata, pues, de formar un partido político “sino de hacer escuchar a los políticos y a la ciudadanía lo que tiene para aportar el discurso analítico al debate ciudadano”,[21] como se expresa en el texto de la presentación de la Red Zadig en España, en junio de 2018, teniendo siempre presente que para Freud —y así lo dejó sentado en Psicología de las masas— la psicología individual es, a la vez, psicología social; que no solo dice de la lógica del lazo en el individuo, sino también de este en lo colectivo. Es imposible proporcionar una respuesta que englobe todos los supuestos de “punto límite” ante los cuales el psicoanálisis podría y debería intervenir; contamos con ejemplos como la campaña iniciada en Francia por Jacques-Alain Miller y la Escuela de la Causa contra Marine Le Pen y su partido nacionalista, eurófobo y xenófobo, ante el riesgo cierto de un triunfo electoral de la extrema derecha, pero, a mi modo de ver, la AMP como la gran institución que agrupa a los psicoanalistas de orientación lacaniana debería evitar pronunciarse y tomar partido —nunca mejor dicho— en causas susceptibles de dividir internamente al movimiento. Hacer política lacaniana por medio de Zadig, un dispositivo creado para “incidir en la política a través de una organización específica cuando las colisiones con lo real así lo exijan”, como lo expresó Miller en Madrid en mayo de 2017, no elude el riesgo de una contaminación que puede ser perjudicial. Más que “desde el psicoanálisis”, creo que es desde el compromiso ético y ciudadano ante coyunturas que encajarían en esa colisión con lo real, diferente en cada caso, cuando cada uno —por separado o en grupo— estime que debe pronunciarse.

EM: Por otro lado, en el Seminario 7,[22] Lacan plantea a partir de la máxima cristiana “amarás al prójimo como a ti mismo” el callejón sin salida al que se llega cuando se intenta tratar el goce por medio de los ideales. De hecho, en muchos de los ejemplos históricos más notables de concreción del mal de los que hablas en tu libro (luchas religiosas, caza de brujas, holocausto) es en nombre del ideal que se llevan a cabo los crímenes más abominables. ¿Hasta qué punto crees que las exigencias de un ideal pueden llevar paradójicamente al mal? ¿Qué otras condiciones son necesarias para que esto se dé así?

LS: “Nunca he podido comprender cómo es posible amar al prójimo. Es precisamente a nuestro prójimo a quien es imposible amar”. Son palabras que Dostoievski pone en la boca de Iván en Los hermanos Karamazov, una muestra más de hasta qué punto los creadores literarios suelen anticiparse a las elucubraciones psicoanalíticas. El mandato de amar al prójimo como a uno mismo es un axioma de imposibilidad, “un precepto que no puede recomendarse como racional (…) un mandamiento ideal que en la realidad efectiva solo se justifica por el hecho de que nada contraría más a la naturaleza humana originaria”,[23] como destacó el mismo Freud en El malestar señalando que hay personas que sencillamente no merecen nuestro amor, y que al dárselo se lo estamos quitando o restando a quienes sí lo merecen; independientemente de que al amar al otro como a mí mismo estoy amando también mi parte menos virtuosa, aquella que los griegos llamaban kakon, el mal interior o ideal de malignidad. En La ética del Psicoanálisis Lacan abordó esta cuestión, señalando que “los dos términos, la muerte de Dios y el amor al prójimo son históricamente solidarios y es imposible desconocerlos. (…) La resistencia ante el mandamiento “Tú amarás a tu prójimo como a ti mismo” y la resistencia que se ejerce para trabar su acceso al goce, son una sola y misma cosa”.[24]

Y en efecto, como tú destacas en la pregunta, es en nombre del ideal que se llevan a cabo los crímenes más abominables, porque los hombres revisten su hostilidad primaria y recíproca de nobles declaraciones de redención, salvación y promesas de felicidad en nombre del bien, lo que justifica el aniquilamiento de quienes se oponen a tan elevados fines. La fe es el combustible del que se alimentan los fanáticos, sea para emprender las sucesivas Cruzadas entre los siglos XI y XIII, para ensangrentar Europa durante los siglos XVI y XVII con las Guerras de Religión, o para que el Estado Islámico declare la guerra a los infieles en el siglo XXI. La fe no tiene por qué alienarse a una creencia religiosa; aunque sean igualmente “creyentes”, fanáticos laicos que incluso rechazan con virulencia toda fe religiosa son capaces de cometer las mayores atrocidades en nombre de una concepción ideológica y un proyecto político milenarista. En uno y otro caso, sea respondiendo a un mandato sagrado, en el sentido de creer que se cumple con una voluntad divina, o sea que el mandato divino sea sustituido por una concepción teleológica laica igualmente irracional, los sujetos-creyentes se sienten legitimados por ese mandato que viene del Otro y que les hace invulnerables y blindados ante el sentimiento de culpa. Sin embargo, deberíamos distinguir entre los fanáticos que se consideran agentes de la verdad —religiosa o política—, y que en su nombre están dispuestos a matar a quienes se opongan a sus designios, de aquellos líderes políticos que desatan guerras en nombre del bien contra el mal, amparados cínicamente en una supuesta superioridad moral, indiferentes a los muertos y la destrucción que provocan e inmunes al arrepentimiento.

Está constatado que las exigencias de un determinado ideal, por noble que se presente, pueden conducir a lo peor. ¿No vemos, acaso, a soldados enviados por la ONU para “pacificar” ciertas zonas abusar de las mujeres, dedicarse al pillaje y, en ocasiones, hacerse cómplices de las mafias locales? ¿Cuántos de los voluntarios que trabajan para las ONG están exorcizando sus propios demonios, indiferentes al sufrimiento real de aquellos a quienes “ayudan”? En La agresividad en psicoanálisis Lacan advertía que “sólo los santos están lo bastante desprendidos de la más profunda de las pasiones comunes para evitar los contragolpes agresivos de la caridad”,[25] y denunciaba “los resortes agresivos escondidos en todas las actividades llamadas filantrópicas”.[26] Está comprobado que en un contexto de crisis social y política, y más aún en medio de un conflicto bélico, sujetos normales pueden dar rienda suelta a la pulsión, recuperar lo que en ellos hay de “anímico primitivo” en palabras de Freud, entregándose a actos bárbaros, porque el superyó tiene el poder de transformar los ideales y objetivos benéficos en imperativos mortales. A este respecto, debemos ser conscientes del veneno que se está inoculando a la ciudadanía europea a través de la exaltación nacionalista, la segregación, la xenofobia y el racismo, y las consecuencias que puede acarrear para un continente que durante el siglo XX pasó por dos guerras mundiales.

EM: Por último, cuando nos adentramos en los casos criminales individuales, desde el psicoanálisis es imposible ignorar las determinaciones subjetivas singulares en cada situación. Lacan localizó al menos tres variedades de “malvado”. El “paranoico” que intenta eliminar en el otro el kakon que no puede localizar en sí mismo y separarse de él.[27] El “perverso” que se coloca en el lugar de objeto para dividir al partenaire y llevarle al límite mismo de la angustia.[28] Y el “canalla” que busca colocarse en el lugar del Otro del Otro de alguien para manipular sus deseos.[29] Dado tu amplio conocimiento de casos criminales, ¿qué otras condiciones crees que son necesarias para que estas distintas estructuras de potenciales “malvados” pasen al acto “malvado”, ya que no podemos afirmar que todos lo hagan?

LS: Creo que lo primero que hay que aclarar es que el mal es, por decirlo así, transclínico: puede estar presente en cualquier estructura, aunque se manifieste de muy diferentes formas, y el número y variedad de sus protagonistas sea prácticamente ilimitado. De ahí que sea extraordinariamente difícil —aunque la criminología “científica” pretenda lo contrario— establecer una tipología sobre la base de estudios estadísticos sustentados a su vez en datos empíricos, una pretensión condenada al fracaso en tanto quedan fuera las determinaciones subjetivas que operan en cada sujeto. En segundo lugar, el mal es una elección, aunque esta no sea totalmente consciente, de la que el sujeto debe hacerse cargo; en La ciencia y la verdad Lacan dejó establecido que de nuestra posición de sujetos somos siempre responsables,[30] y esto incluye a los locos, que deben dar cuenta de sus actos en el plano existencial. Como ha señalado Rüdiger Safranski, el mal es el drama de la libertad humana, es el precio de la libertad. Y finalmente no se puede desconocer que el mal, al tiempo que provoca rechazo —especialmente en aquellos casos especialmente repugnantes, sea por la condición de las víctimas, por la crueldad puesta de manifiesto en el acto, o por ambas cosas—, ejerce una auténtica fascinación incluso en las gentes bienpensantes que se muestran horrorizadas ante él. Esa fascinación por el mal, que contribuye a hacerlo existir, confirmaría la vigencia del kakon y de la ambivalencia de sentimientos que anida en cada sujeto en su relación con el Otro. “Somos criminales inconscientes, señala Miller, y eso viene a la conciencia, principalmente a la conciencia obsesiva como sentimiento de culpabilidad (…) Según Freud, toda conciencia moral y la elaboración teórica y práctica del discurso del derecho son reacciones al mal que cada uno percibe en su ello”.[31]

El por qué algunos sujetos optan por el pasaje al acto criminal —y también por qué a continuación deciden “salir de la escena” suicidándose—, son interrogantes que solo pueden encontrar respuesta en el “uno por uno”, y en la mayoría de los casos nos encontramos con un obstáculo muy difícil de superar: no podemos saber qué pasa por la cabeza de cada sujeto antes del pasaje al acto, qué le ha conducido a esa situación, dado que no disponemos de los datos que podría proporcionarnos una anamnesis reveladora, por ejemplo, de fenómenos elementales que podrían ser determinantes para un desencadenamiento. La mayoría de aquellos que pasan al acto sin pasar antes por la palabra —por una palabra que tal vez encienda las alarmas que lleven a una intervención oportuna—, tampoco suelen dejar testimonios escritos de sus intenciones, y en muchos casos sus actos aparecen carentes de significación. En otros, en cambio, podemos extraer una significación y sacar unas conclusiones a posteriori, como en el caso de José Bretón, o en el asesinato de Asunta Basterra, crímenes premeditados en cuyos ejecutores podemos percibir una mezcla de rasgos clínicos ante los que sería imprudente decantarse por un diagnóstico definitivo. Estos dos casos paradigmáticos, sin embargo, exhiben una diferencia muy importante. La imprevisibilidad del pasaje al acto de José Bretón, y por lo tanto la dificultad para intervenir a tiempo para evitarlo, contrasta con la intención homicida de los padres de Asunta, evidenciada antes de matarla, y sin que el entorno de la menor interviniera a pesar de que ella misma les transmitiera el miedo a ser asesinada. ¿Y qué decir de los llamados crímenes inmotivados, aparentemente vaciados de significación? Como ha señalado nuestra colega Irene Greiser,[32] las “patologías de acto” como descripciones fenoménicas— pueden ser operativamente útiles para examinar algunas de las formas de violencia cada vez más generalizadas en nuestro mundo globalizado, en un viaje de ida y vuelta: la subjetividad de nuestra época es proclive a la multiplicación de modalidades violentas, y estas, a su vez, influyen en la posición subjetiva de los actores sociales.

Luis Seguí. ELP. Abogado en Madrid.

lexsegui@gmail.com

Esperanza Molleda. AP; ELP. Psicoanalista en Madrid.

molledafme@gmail.com

[1] Seguí, L., El enigma del mal, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2016.

[2] Lacan, J., “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, Escritos 1, México, Siglo XXI Editores, 2003, pág. 118.

[3] Freud, S., “El malestar en la cultura”, Obras Completas, vol. XXI, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1992, pág. 116.

[4] Lacan, J., “Premisas para todo desarrollo posible de la criminología”, Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 138.

[5] Freud, S., “De guerra y de muerte. Temas de actualidad”, Obras Completas, vol. XIV, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1992, pág. 282.

[6] Lacan, J., “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, op. cit., pág. 124.

[7] Laurent, E., “Blog de notas: psicopatía de la evaluación”, El Psicoanálisis, Revista de la ELP, nº 10, julio 2006, pág. 10.

[8] Salas, D. y Garapon, A., Les nouvelles sorcières de Salem. Leçons d’Outreau, Paris, Seuil, 2006.

[9] Freud, S., “El malestar en la cultura”, op. cit., pág. 108.

[10] Lacan, J., “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, op. cit., pág. 122.

[11] Miller, J.-A., “Nada es más humano que el crimen”, Conferencias porteñas, tomo 3, Buenos Aires, Paidós, 2010. Publicado también en Virtualia Revista digital de la EOL, nº18, noviembre 2008:

http://www.revistavirtualia.com/articulos/416/dossier-psicoanalisis-y-criminologia/nada-es-mas-humano-que-el-crimen.

[12] Lacan, J., El Seminario, libro 3: Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 2009, pág. 349.

[13] Lacan, J., “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, op. cit., pág. 132.

[14] Weber, M., El político y el científico, Barcelona, Alianza editorial, 1989, pág. 178.

[15] Miller, J.-A., “Nada es más humano que el crimen”, op. cit.

[16] Lacan, J., “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, op. cit., pág. 127.

[17] Ibid., pág. 133.

[18] Lacan, J., “La agresividad en psicoanálisis”, Escritos 1, México, Siglo XXI Editores, 2003, pág. 95.

[19] Ibid., pág. 106.

[20] Lacan, J., “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”, op. cit., pág. 121.

[21] “Presentación de la Red Zadig- España, https://zadigespana.wordpress.com/2017/09/12/la-movida-zadig/

[22] Lacan, J., El Seminario, libro 7: La ética del Psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1988.

[23] Freud, S., “El malestar en la cultura”, op. cit., pág. 109.

[24] Lacan, J., El Seminario, libro 7: La ética del Psicoanálisis, op. cit., pág. 234.

[25] Lacan, J., “La agresividad en psicoanálisis”, op. cit., pág. 100.

[26] Idem.

[27] Lacan, J., De la psicosis paranoica y sus relaciones con la personalidad, México, Siglo XXI Editores, 2012.

[28] Lacan, J., El Seminario, libro 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2008.

[29] Lacan, J., El Seminario, libro 17: El reverso del Psicoanálisis, Buenos Aires, Paidos, 2008, pág. 64.

[30] Lacan, J., “La ciencia y la verdad”, Escritos 2, México, Siglo XXI Editores, 2003, pág. 837.

[31] Miller, J.-A., “Nada es más humano que el crimen”, op. cit.

[32] Greiser, I., Delito y Transgresión, Buenos Aires, Grama, 2008.