Marta Davidovich*

“La alegría y el amor son dos alas

para las grandes acciones”.

Goethe

“Sólo, como siempre he estado en mi relación con la causa analítica”,[1] con esta frase Lacan funda su Escuela.

Lacan no se propone como Ideal sino como un sujeto que está en relación con un Ideal. En el momento mismo en que Lacan instituye una formación colectiva, sus primeras palabras apuntan a disociar y a poner en primer plano la soledad subjetiva.

“Pero la interpretación tiene siempre un efecto disgregativo. Si cada uno es reenviado a su propia soledad, separado del significante-amo, ¿cómo podría sostenerse una comunidad?”, se preguntaba J.-A. Miller en Torino. Precisamente esta es la paradoja de la Escuela y su apuesta, que presupone, en efecto, que sea posible una comunidad entre sujetos que conocen la naturaleza de los semblantes y cuyo Ideal, el mismo para todos, no es otra cosa que una causa experimentada por cada uno a nivel de su propia soledad subjetiva, como una elección subjetiva propia, una elección alienante, incluso forzada, y que implica una pérdida”.[2]

La Escuela es una formación colectiva en la que la verdadera naturaleza de lo colectivo es sabida. No se trata de una colectividad sin Ideal sino de una colectividad que sabe lo que es el Ideal y lo que es la soledad subjetiva. La Escuela es una suma de soledades subjetivas y este es el sentido de nuestra fórmula “uno por uno”.

Éric Laurent se interroga acerca del lazo que une a los miembros de la Escuela. Para el psicoanálisis, la salida fuera de los impasses del amor propio radica en la dimensión del objeto, de la causa. En la Escuela que quería Lacan, quería personas que presten ayuda, que presten servicio y no personas que edifiquen su posición.[3]

Por mi parte, siempre había pensado que el análisis, como lo plantea Freud, era interminable.

Como pasante en el dispositivo
 del Pase de la EEP, que produjo mi entrada por el pase en la Escuela, concebí como posible el final del análisis. Como analizante, el pasaje por el dispositivo me permitió darme cuenta del abrigo que había significado para mí el amor de transferencia y de cómo este amor estaba relacionado con la pregunta que nos legó Freud, “¿Qué quiere una mujer?”.

También extraje de esa experiencia cómo el síntoma bajo transferencia 
se pone en juego en la cura. Fue una forma de desidealización de un tiempo final y, al mismo tiempo, un empuje al final del análisis.

La entrada por el pase a la Escuela, el pasaje de analizante a miembro de la misma, produjo nuevas significaciones y una nueva interrogación sobre lo real en juego, a la vez que me permitió apostar por la causa analítica.

Pero faltaba aún la construcción de la lógica de la cual puede deducirse 
el pasaje de un significante que lo representa a un objeto que lo causa. Faltaba aceptar que la relación con el saber no es el de captura,
sino de imposibilidad. Para
 ello, como dice Lacan, hay 
que “sudar la gota gorda”.

Lo imposible no está en disyunción con la contingencia sino que constituye su núcleo real.

Entonces, ¿cómo asumir esa soledad subjetiva? Después de tantos años de tener la compañía de varios analistas. ¿Cómo se soporta la soledad sin el Otro, sin las citas de las sesiones con el analista? Tantos años apegada 
al analista, a las sesiones, a gozar de mi bla-bla-bla, perder esa satisfacción, la satisfacción del analizante, como la denomina J.-A. Miller, aún hablando sin tener respuesta. Hablar sola, facilita la posibilidad de escucharse, pero aún es un hablar delante del analista que está allí, en presencia, aunque el Sujeto supuesto Saber también haya cambiado de estatuto.

El final de mi análisis se sella con un sueño.

Me encuentro trabajando en un texto con dos colegas psicoanalistas. Miro el reloj, y se ha detenido. Recuerdo que debo dirigirme a mi consulta porque tengo citados a mis analizantes.

Me dirijo a la calle, pero me encuentro con que han desaparecido las calles, por 
las cuales no transita nadie. Tampoco hay transportes. Decido caminar y avisar que llegaré tarde. El teléfono móvil está descargado. Camino, camino y camino. Un gran sentimiento de soledad me embarga. El
 Otro ha desaparecido en todas sus versiones. Sigo caminando y encuentro que se termina el suelo en un borde y un agujero donde no hay nada.
 Me encuentro en la consulta y una voz me reprocha no haber estado a mi hora, la voz del superyó se hace presente. Le respondo, le grito: ¡Ya no te tengo miedo!

Freud se interroga sobre la existencia del superyó en las mujeres. Para Lacan, es uno de los nombres del goce. Para Miller, el superyó es una máscara del goce femenino, goce del no-todo, goce difícil de ubicar. En este sentido, si Freud no encuentra respuesta a la existencia del superyó femenino, es porque al igual que la carta en el cuento de Poe, éste se encuentra 
en todos los lugares.[4] El superyó,
el goce, es siempre un partenaire del sujeto, que nunca lo deja solo.

El grito no supone no tener miedo a nada, Witz que hace Éric Laurent en el editorial de La Vanguardia de Valencia nº 7. El grito del sueño de mi final del análisis supone aceptar un goce, un goce que nunca puede ser negativizado, aunque pueda ser desplazado, porque nada hay para el parlêtre que no conlleve un goce.

Si J.-A. Miller, en su curso Sutilezas analíticas plantea que la teoría del goce debe ser des-edipizada, ello implica que lo que nos es dado de goce no conviene a la relación sexual y es en eso que el goce hace sinthome.[5]

¿Y el amor? Porque también se goza del amor. Al despertar de mi sueño, el sueño me causa gracia y me sonrío.

En la escena del sueño, el inconsciente ha interpretado. Se trata de una interpretación que está allí para hacerse ver. Porque detrás de la voz se esconde una mirada.

En mi experiencia, pasar de la tragedia a la comedia, como dice Lacan en La dirección de la cura, produjo 
un verdadero efecto de chiste y una pregunta: ¿Puedo terminar mi análisis?

Habrá que hacer la experiencia, me respondí.

Para ceder algo del goce, es necesario un acto, el Otro se desvanece y con ello algo de la demanda de amor. Lo que queda es saber hacer con ese resto.

Si el Otro se ha revelado siendo un agujero cernido por un borde,
el miedo a estar sola, sin nostalgia, sin angustia, inaugura también, un nuevo saber hacer en mi práctica analítica. Algo nuevo en el amor, que renueva el deseo del analista a condición de no dejar la posición de analizante.

Porque la zona incierta del deseo del analista sólo adviene en la medida en que se produce para el analista
la reducción de sus pasiones y tal reducción no se obtiene de la noche a la mañana, aunque en ese tiempo se hubiera producido el sueño.

La soledad del analista permite mantener el vacío del Sujeto supuesto Saber para que se pueda producir un saber en la cura y de este modo separarse del saber establecido y de la identificación con ese artificio.

Contra todo pronóstico, no he añorado volver a mis sesiones.

[1]* Este texto ya fue publicado en El Psicoanálisis, revista de la ELP, nº 17, Málaga, abril 2010.

Lacan, J., “Acto de fundación”, Otros escritos, Buenos Aires, 2012, pág. 247.

[2] Miller, J.-A., “Teoría de Turín acerca del sujeto de la Escuela”, El Psicoanálisis, revista de la ELP, nº 1, Madrid, 2000.

[3] Laurent, É., “El lazo social
de la Escuela Una”, Revista Enlaces. Psicoanálisis y cultura nº 13, Sección Córdoba EOL, marzo 2008.

[4] Durand, I., El superyó, femenino, Buenos Aires, Tres Haches, 2008.

[5] Miller, J.-A., Sutilezas analíticas, Buenos Aires, Paidós, 2011.