Texto publicado en Lacan Cotidiano 371

Los debates recientes que han tenido lugar alrededor de la interdicción del espectáculo de Dieudonné, hacen resonar de manera muy actual una de las “anticipaciones lacanianas”1 sobre la función del psicoanálisis en la civilización. Las últimas palabras del Seminario XIX, en junio de 1972, apuntan precisamente sobre nuestro porvenir. La salida de la civilización patriarcal le parecía entonces superada. De la época post-68 zumban aún palabras sobre el fin del poder de los padres y el advenimiento de una sociedad de hermanos, acompañadas del hedonismo feliz de una nueva religión del cuerpo. Lacan arruina un poco la fiesta añadiendo una consecuencia que entonces no se advertía: “Cuando regresamos a la raíz del cuerpo, si revalorizamos la palabra hermano, […] sabed que lo que asciende, que aún no se ha visto hasta sus últimas consecuencias, y que, este, se enraíza en el cuerpo, en la fraternidad del cuerpo, es el racismo”. La idolatría del cuerpo tiene consecuencias totalmente distintas que el hedonismo narcisístico al cual algunos podían creer limitar esta “religión del cuerpo”. Anuncian en la modernidad otras figuras de la religión que aquellas de las religiones seculares, como se expresaba Raymond Aron, quien marcaba la época y que suministraba, según él, “el Opio de los intelectuales”.

En el mismo momento en que Lacan preveía el ascenso del racismo, subrayado con insistencia desde 1967 a 1970, la atmósfera era más bien de regocijo ante la perspectiva de integración de las naciones en conjuntos más vastos que los “mercados comunes” autorizaban. Se estaba entonces, más que hoy, por Europa. Lacan acentúa esta consecuencia inesperada con una precisión que, en la época, sorprendió. Interrogando a Lacan en “Televisión” en 1973, Jacques-Alain Miller se hacía eco de esta sorpresa y valorizaba la importancia de esta tesis. “¿De dónde le viene por lo demás la seguridad para profetizar el ascenso del racismo? ¿Y por qué diablos decirlo?”2 Lacan respondía: “Porque no me parece divertido y porque, sin embargo, es verdad. En el extravío de nuestro goce, solo el Otro lo sitúa, pero es en la medida en que estamos separados de él. De ahí unos fantasmas, inéditos, cuando no nos mezclábamos”.

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