Textos: Araceli Fuentes

Intervención en la XIII Conversación de la Escuela “Las elecciones del analista. Dimensión clínica, epistémica y política” celebrada en Madrid el día 5 de diciembre de 2014.

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Las elecciones de los analistas. Dos elecciones después del pase

 

Elegir el control después del pase

La elección del control después del pase no me ha sido fácil. Durante algún tiempo el control dejó de funcionar para mí como lo había hecho antes, como un lugar libidinalmente deseable donde podía aprender y donde encontraba respuesta a mis dificultades en la práctica. De hecho había controlado con diferentes analistas y había aprendido mucho del control. Lo que se me presentó como un “impasse”, fue una cierta desgana a la hora de controlar, desgana que no me impedía controlar esporádicamente pero que, sin duda, era el signo de que algo debía cambiar.

¿A qué se debía esta desgana? Quizá a una confusión. De alguna manera había interpretado la asunción de la soledad que implica el acto analítico, como el tener que arreglármelas sola. Por otra parte, la caída del sujeto supuesto saber al final de mi análisis, con la deslibidinización que conlleva, tuvo consecuencias sobre el control y no había encontrado una nueva manera de hacerlo.

En este punto, y contrariando mi desgana, decidí elegir una nueva forma de controlar. ¿Qué esperaba de esta nueva elección? No lo sabía muy bien, pero lo que sucedió fue que este nuevo control se convirtió para mí en un reto. Un reto, con lo que implica de incomodidad, siempre es preferible a la desgana. Por otra parte, la incomodidad es inevitable cuando se trata de la función del analista y de su acto, porque el acto, cuanto más eficaz es, más fácilmente se olvida, y porque de ese acto, el analista queda como resto.

El tiempo del control anterior al pase estaba articulado al sujeto supuesto saber. Pero caído éste, lo que puede permitir reengancharse al control -al menos ese ha sido mi caso- no es tanto la suposición de saber como la confianza de que en el controlador elegido hay el deseo del analista. Se trata ahora de poner a prueba en mí el deseo del analista y su puesta en acto. Lo que me atrae de este control es lo que de extraño, desconcertante o intratable encarna el controlador, su manera de encarnar lo real. Ya no es cuestión de construir el caso sino de poner a prueba el deseo del analista, y de los efectos que esta nueva manera de controlar tiene sobre mi práctica.

El primer caso que llevé a este nuevo control era un caso que había atendido durante nueve años, un caso complicado debido tanto a la insistencia de los ataques de angustia que sufría el sujeto, como a la dificultad que tenía para analizarse. Esta joven, a la que llamaré Azucena, sufría ataques de angustia, panic attacks” los llamaba ella, que le impedían mucho en su vida cotidiana: no podía desplazarse para ir a la universidad, apenas podía alejarse de su casa si no había un hospital cerca y, preventivamente, llenaba su bolso de medicamentos, sin los que no salía a ninguna parte. Azucena sufría por el temor -y la espera- de que un nuevo ataque de angustia se volviera a producir. La angustia era persistente, lo inundaba casi todo y no era fácil constituir un síntoma. Muy influida por el discurso médico familiar, prefería considerarse una enferma que pensar que tenía un síntoma por el que estaba concernida. Durante bastante tiempo, empeoraba cada vez que se producía un cambio en su vida; y cuanto mejor le iba en su trabajo, con sus amores, peor se sentía. Azucena parecía estar bien en el mal, parecía preferirlo, lo que caracteriza a la reacción terapéutica negativa. En ocasiones se preguntaba si su angustia y su sufrimiento no tenían la función de un castigo necesario para ella. No obstante, al desplegar su discurso aparecieron algunas de las claves de su malestar: Azucena estaba totalmente impregnada por el discurso materno, al que creía. Su madre le anunciaba catástrofes, si la encontraba tomando el sol a mediodía, podía decirle: “¡Ah! ¡La hora del cáncer!”. Y otras cosas por el estilo. Ella vivía en continua prevención ante la inminencia de alguna catástrofe. “Mi nombre es prevención” me dijo un día. Efectivamente ese era su síntoma: querer prevenir lo imprevisible, un síntoma que la dejaba agotada. Azucena buscaba el sentido en las palabras del Otro, como si el sentido pudiera aliviarla de su malestar. No soportaba la incertidumbre y se pasaba el tiempo preguntando a los demás, al final no sabía a qué atenerse. Una frase de su madre había marcado su elección profesional: “¡Primero las manos, después los dientes!”, le decía la madre al llegar a casa y Azucena había elegido ser odontóloga. Masticaba el sentido tomado de aquí y de allá, pero preferentemente de la boca de su madre, como un caramelo del que no se podía desprender. Azucena había tragado por la oreja todos los fantasmas que su madre le había hecho escuchar, al mismo tiempo que la halagaba diciéndole que ella era la hija que siempre quiso tener.

Durante bastante tiempo, a pesar de ver la inconsistencia de los dichos maternos, no podía dejar de creer a su madre, una madre cuya consistencia ella alimentaba a pesar del gran precio que pagaba por eso. No obstante, poco a poco, pudo poner distancia con el discurso de esta madre que no paraba de hablar. Primero, puso distancia física; y con el tiempo y la ayuda del análisis, de las sesiones cortas y del sin sentido, las palabras de su madre dejaron de tener poder sobre ella. Para llegar hasta allí fue necesario recorrer un largo camino, un camino amenazado, frecuentemente, por un nuevo ataque de angustia. También jugó un papel importante que, independientemente de sus recaídas, la analista mantuviera con ella una política de sucesivas subidas de honorarios, lo que ayudó a ceder parte del goce del control.

En este recorrido pudo, además, percatarse de su propia maldad, de ciertas ruindades que había practicado en su infancia y del desprecio y el asco que le tenía a su hermano, como consecuencia de la posición que éste ocupaba al ser “el falo de mamá”. Resultó que lo que ella tenía no era miedo a la muerte, como había creído, sino que lo que se le hacía difícil era la vida. La vida que latía en su cuerpo era lo que le asustaba. Se estableció en otra ciudad, encontró un hombre que no se dejaba amilanar, ni por ella, ni por su madre y el final del tratamiento parecía acercarse.

Ahora se trataba de dejar a la analista que le había acompañado durante este tiempo. Parecía tener dificultades para ello, a veces se olvidaba de venir a las sesiones, jugaba a “¿puede ella perderme?”. Por mi parte, el silencio y las sesiones cada vez más cortas, no le impedían tomar la decisión que a ella le correspondía. Esta vez tenía que pasar el Rubicón. El beneficio terapéutico que había obtenido era notable: ahora sabía que estar a régimen en todos los sentidos, le hacía bien y lo practicaba. Pero dar el paso conclusivo se le hacía difícil.

Finalmente, después de llevar el caso a control –un control en el que el controlador se mantuvo silencioso-, y del efecto que ese silencio tuvo sobre mí, en el sentido de disponerme a aceptar la conclusión del tratamiento; después de continuar manteniendo una posición inmutable, cuando Azucena me preguntó si mi silencio y la brevedad de las sesiones eran mi manera de decirle que era hora de terminar, ante mi silencio, dijo: “Yo hubiera estado dispuesta a venir a verte toda la vida”. A continuación se despidió agradeciéndome el trabajo realizado. Esta afirmación, quizá hubiera sido cierta, si la analista no hubiera aceptado la destitución que el final del análisis y el acto analítico conllevan.

Hacer clínica y practicar el psicoanálisis son dos cosas diferentes. En esta diferencia se jugó mi decisión de empezar un nuevo control. Practicar el psicoanálisis implica aceptar que frente a lo real siempre somos debutantes. Incluso cuando el propio análisis ha sido llevado hasta su fin y el recorrido ha sido sancionado con una nominación de AE, la fulgurancia del acto nunca está asegurada.

 

Elegir participar en un dispositivo de psicoanálisis aplicado: CPA-Madrid

Entre las diversas formas en las que un analista puede participar de “la acción lacaniana”, la que más me interesa tiene que ver con la clínica y con la política del síntoma. Esta fue la razón por la que decidí formar parte del proyecto para poner en marcha el CPA-Madrid. Las condiciones, de gratuidad y tiempo limitado, en las que se realiza el psicoanálisis aplicado en este dispositivo, hacen que una condición imprescindible para el tratamiento sea la disposición de los sujetos a hacerse responsables de su goce, una vez que este ha sido localizado. En esta apuesta de atención gratuita hacemos la prueba de si el goce puede transformarse en saber, a condición de que el tiempo sea limitado. El CPA-Madrid ofrece la posibilidad a cualquier ciudadano de encontrarse con un psicoanalista. Que este sea o no un verdadero encuentro, lo sabremos a posteriori. En algunos casos el pasaje por el CPA es la puerta de entrada a un posterior análisis, pero en otros la experiencia se cierra en sí misma, dejando un saldo para cada uno de los que la hacen.

A pesar de nuestros escasos medios: un cuaderno, un teléfono y unos despachos que nos presta el Ayuntamiento, hemos conseguido construir una institución orientada por el discurso analítico en la ciudad y próximamente haremos las primeras Jornadas. Haber hecho el pase y haber sido nominada AE no es un impedimento sino todo lo contrario, a la hora de participar en este dispositivo que precisa que sus componentes tengan una buena formación como analistas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Araceli Fuentes. AP. AE (2010-13). Psicoanalista en Madrid. Miembro de la ELP y de la AMP.

arafuentesgr@gmail.com