Textos: Gracia Viscasillas

Equipo Centros de Educación Infantil “Patinete”, Zaragoza

PDF

Vivimos en la época de la detección temprana. Esto tiene la ventaja de que los niños reciben con más prontitud una atención especializada, pero conlleva también el inconveniente de que cada vez son clasificados, etiquetados, más tempranamente. Y esta clasificación no es inocua, pues dirige una determinada mirada hacia esos niños, cuyos comportamientos son muchas veces explicados en base a esa etiqueta que califica el ser, y no por la subjetividad del niño y su familia.

Es por ello que, alejándonos de las etiquetas, hemos elegido para esta presentación el trabajo que realizamos con niños autísticos, entendiendo que este término abre el campo sin fijar, incluyendo tanto a los niños diagnosticables de autismo como a aquellos que presentan ciertos rasgos que pueden sugerir autismo, pero que la prudencia nos lleva a no alojar rápidamente bajo esa etiqueta sino a poner en marcha un trabajo alrededor del niño y la familia, estando muy atentos a su evolución, habiendo constatado que ésta no siempre se ve abocada hacia el autismo. Hemos de tener en cuenta que en los últimos años se ha producido una vulgarización del término autismo, y que cuando los padres se encuentran con él no es sin consecuencias para el modo de relación que establecen con su hijo.

Nuestra institución, Patinete, cuenta con dos centros: un Jardín de Infancia y un centro de Educación Infantil, adonde acuden niños desde meses hasta los tres años, prolongándose a veces su estancia hasta los cinco o seis años en los casos más graves.

Desde el principio nos pareció que un Jardín de Infancia era un lugar privilegiado para favorecer el encuentro, tanto con y entre los niños, como con sus familias. Un lugar privilegiado si se toma como tal y se ponen los medios para que este encuentro tenga lugar.

Hace ya veintitrés años que el primero de nuestros centros abrió sus puertas. Sin embargo, ya desde el año anterior el equipo había estado reuniéndose periódicamente, trabajando textos que atañían a la infancia y al sujeto desde una orientación psicoanalítica lacaniana, orientación que marca el trabajo desarrollado en Patinete. En ningún momento se pretendió hacer psicoanálisis con los niños, sino más bien que el psicoanálisis orientase nuestras observaciones, nuestros modos de presentarnos a los niños y de presentar las actividades, nuestra escucha y nuestras intervenciones con las familias. Dejarse orientar por el psicoanálisis para nosotros quiere decir crear un espacio donde el deseo fluya, un lugar de vida, un lugar donde lo particular que cada niño y cada familia pone en juego, encuentre donde alojarse y pueda dársele un recorrido.

Patinete no nació como un centro de integración. Sin embargo, bien pudiéramos decir que lo es, pero no sólo por el trabajo que se desarrolla en relación a la socialización y el aprendizaje de los niños con dificultades especiales, sino desde la consideración del trabajo realizado con todos los niños por el respeto de la pequeña particularidad del otro. Desde el principio dijimos “sí” a cada niño y familia que llamaban a nuestra puerta, y desde el inicio nos encontramos con niños con dificultades educativas especiales. Con ellos, como con todos, nos planteamos que cada uno traía su dificultad, pero que era responsabilidad nuestra hacernos cargo del problema, que nos atañía, que nos implicaba. Así que fuimos pensando, ideando, para cada uno un modo de hacer, fuimos valorando las estrategias de trabajo, las reacciones del niño, intentando siempre encontrar una lógica a su trabajo. Para ello, desde el principio fueron muy importantes las reuniones de coordinación del equipo, en las que trabajábamos todas estas cuestiones y que muy pronto se revelaron como un lugar de aprendizaje, en el que el trabajo cotidiano con los niños daba cuerpo a los planteamientos teóricos.

Patinete es, pues, una institución que se inscribe en lo social como educativa. Ahora bien, ¿qué consideramos como educativo en niños tan pequeños, y muy especialmente en niños autísticos? ¿A qué llamamos institución?

Jacques Lacan, en su “Alocución sobre las psicosis del niño”, nos dice: “Toda formación humana tiene por esencia, y no por accidente, refrenar el goce”.[1]

Esa es pues la esencia de nuestra institución, que toma a lo educativo como medio para ejercer esa función. Y en niños tan pequeños, lo educativo toma el camino de ejes tales como la socialización y el aprendizaje, el encuentro con el lenguaje, con los iguales, con su propio cuerpo. Encuentro que es siempre particular para cada uno.

Ocurre que a veces acuden niños en los que se vislumbra un desencuentro, o niños que parecen rechazarlo, ajenos a la presencia del Otro, silentes, petrificados o agitados, perplejos ante la escena del mundo que se desarrolla ante sus ojos, inaccesible.

¿Cómo ponernos en juego para ellos, para que nos permitan —en primer lugar— participar de ese mundo cerrado, de esas actividades repetitivas en las que parecen aislarse, de ese caparazón de silencio que les amuralla? ¿Cómo lograr que pueda surgir un interés por el mundo que habitamos, por las actividades y juegos en las que participan los otros?

Hemos dicho que la esencia de toda institución es regular el goce, justamente aquello que les excede a estos niños tan a menudo nombrados “en déficit”.

Es por ello que nuestro modo de trabajo no puede sino incluirnos a nosotros mismos, los adultos que trabajamos allí, para presentar esa regulación ante los niños. A través de pequeñas intervenciones vamos señalando la consistencia suficiente para que confíen en que podemos cuidarles, y la incompletud necesaria para que encuentren un resquicio en el que poder alojarse.

Como cada niño es diferente, se hace siempre necesario un tiempo de observación, y es por ello que, aunque el niño sea asignado de entrada a una clase de referencia y se le invite a las actividades, no es nuestro objetivo prioritario, ni que siga tales actividades, ni que permanezca necesariamente en clase. Más bien, desde la suposición de la precariedad de su lugar en el mundo, nos sirve para señalar para él y ante los otros que ahí tiene un lugar, que el Otro le otorga un lugar, que ese niño cuenta para él.

Este tiempo es importante porque nos permitirá localizar aquellos elementos de su interés, y será a partir y a través de ellos como haremos un intento no invasivo que apunte a producir el “encuentro”.

Hace poco, hablando con unos padres acerca de la evolución de su hijo —quien de su aislamiento y silencio inicial había pasado a comenzar a decir algunas palabras y sonidos, y a tolerar la presencia de los otros y su inclusión en actividades propias— yo les comentaba: “Por paradójico que pueda parecerles, todo empezó con una conversación”.

En una conversación uno habla, el otro escucha y responde, el primero vuelve a hablar… Les expliqué entonces cómo a través del interés repetitivo del niño —y que causaba la alarma de los padres— de golpetear con un objeto, yo me introduje en esa actividad golpeteando con la mano tras él. Al cabo, el niño se vuelve y me mira por primera vez, vuelve a golpetear comprobando mi respuesta, y sonríe —sonrisa que tomo como signo de que el encuentro ha tenido lugar.

“Ah, entonces se trata de repetir lo que hace”, exclamó el padre. “No, le contesté, se trata de responder”.

En esa respuesta hacemos semblante de que acusamos recibo de ese acto como de un decir; lejos de que quede en el vacío, nos situamos como dirección del mismo y asignamos a ese decir la intencionalidad que conlleva tras de sí a un sujeto. Por nuestra respuesta, el niño experimenta que su actuar tiene efectos en el mundo, mundo encarnado ahí por el adulto que acompaña.

Para el trabajo con estos niños —y también con otros si nos parece necesario— asignamos un educador suplementario a la clase, para estar atentos a los momentos en los que puede propiciarse el encuentro, para poner palabras a su hacer ante los otros, para acompañarle por los otros espacios de la institución.

Hemos observado que los niños que acuden tan en precario suelen priorizar la relación con un educador determinado, pero sabemos también de los riesgos que entraña que la relación quede fijada a una persona, riesgo de que el niño quede situado en una posición de objeto del goce del Otro. Y es por ello que, a través de esa relación con el adulto elegido por el niño, favorecemos el paso a los otros: otros educadores y otros niños. Una estrategia es poner límites a ese educador: enunciar, por ejemplo, que en un momento determinado ha de estar en otro lugar, ocuparse de otras cosas. Y esto apoyándonos en que, en el tiempo previo, ha ido conociendo ya a otros educadores —de su clase y de las otras— que a su vez se han ocupado de mostrarle que también ahí y para ellos ese niño contaba.

A lo largo de estos años hemos observado que una actividad frecuente al inicio es la deambulación, y que, aunque pueda parecer sin sentido, cumple una función muy importante: la construcción de una topología, que permite al niño orientarse en el espacio-tiempo de la institución, conocer sus ritmos, de tal manera que es frecuente que un niño —ajeno por supuesto al reloj— acuda a una hora concreta a un espacio determinado en donde sabe que se realiza una determinada actividad.

Este primer tiempo de trabajo es ineludible, y previo a cualquier proposición de “aprendizaje”.

Quisiera hacer referencia a las reuniones de coordinación citadas al inicio. Si nuestra propuesta es poner en juego la institución, haciendo un uso particular de ella en el trabajo de cada niño, a veces sucede que los mismos educadores, en un momento determinado, pueden hacer obstáculo al trabajo de un niño. La buena voluntad no basta, hace falta el rigor de dar cuenta ante otros de las intervenciones particulares y sus efectos. Y a veces no es sencillo ver lo evidente.

En ocasiones surge la molestia del educador ante un determinado comportamiento. Por ello, las reuniones de equipo son necesarias para salir del impasse que supone no considerar que allí donde el niño molesta, el sujeto puede estar al trabajo. Por ejemplo, un niño que insistentemente sale disparado a coger un tren: a veces juega tranquilo, pero a menudo con gran agitación se ve impelido a tirarlo una y otra vez sin que las intervenciones de los educadores puedan sacarle de esos momentos. Surge en reunión la molestia de los educadores, molestia que enmascara su sentimiento de impotencia expresado en lo absurdo de que puede “romper el tren”. En la reunión se nos pone de manifiesto la importancia del objeto tren. En primer lugar, planteamos colocarlo fuera de su alcance —pero no porque pueda romperlo, sino para favorecer el pasaje por la demanda, la dirección al Otro, así como para mantener ordenado en su lugar ese elemento que a veces inquieta. Cuando el niño se dirige a la educadora para pedirlo, se le da, y además se nombra que se va a sacar el tren, ante lo que otros niños se acercan también, siendo que antes jugaba él solo. Para hacer tolerable la presencia de los otros, se le nombró “encargado del tren”, siendo entonces él quien lo ponía en marcha y lo hacía parar. Esto dio pié a introducir la cuestión de los turnos: también los otros niños, a su turno, podían ser los “encargados del tren”. De ahí se pasó, a través de las canciones que también gustaban mucho a este niño, a jugar al tren, pudiendo pasar de ser él el maquinista a soportar que otro hiciera esa función y ser él uno más en la cadena de los niños.

El otro punto de trabajo que permite este primer tiempo es justamente el trabajo sobre las normas que, por supuesto, existen en la institución, el trabajo sobre los límites. Una de las características de estos niños es la angustia a la que se ven confrontados, en un mundo psíquico caótico y sin límites que les contengan. Es por ello que es tan importante tomar constancia y respetar aquello que a ellos les sirve para ordenar su mundo. Pero además, consideramos que el límite fundamental a presentar es el límite en el Otro encarnado por la institución y por cada educador, presentarnos pues de un modo regulado, presentarle normas que, en primer lugar, nos incluyen a nosotros mismos. Así, es un tiempo en el que van conociendo estas normas en la institución enunciadas para otros niños o de educador a educador. Será luego, en un tiempo posterior como ellos vayan consintiendo también a determinadas normas del Otro. Es importante señalar que en todo momento, de vida y de aprendizaje, buscamos no su acatamiento sino su consentimiento.

Hay que señalar que en niños tan sensibles a la palabra como son los niños autísticos —tan sensibles que se defienden manifiestamente de ella cuando les llega directamente, tapándose los oídos, con comportamientos que buscan ignorar o neutralizar al otro—, hemos encontrado que, dirigirnos a ellos extremando las fórmulas de cortesía, tiene efectos apaciguadores y de escucha.

Por ejemplo, un niño quiere entrar una y otra vez a un espacio en el que hay materiales que entrañan riesgo. La educadora le acompaña sin conseguir sacarle de ello. Otra educadora, atenta a la situación, se acerca y le dice a la primera: “Pero, qué estás haciendo aquí ahora, sabes que si tú entras, a los niños les da ganas de entrar”. El niño las mira y sale tranquilo a jugar a otro lado. Es un movimiento que enuncia una norma (que en ese momento no se puede entrar ahí), y que al mismo tiempo reconoce al niño en su deseo. Mucho más adelante, este mismo niño, tras permanecer en clase realizando actividades junto a sus compañeros, pide salir y cuando esto ocurre, tres niños más se suman a él. La educadora le dice, “Disculpa, pero si tú quieres salir, a otros niños también les da ganas de salir, y tienen derecho a continuar aquí con su trabajo”. El niño accede a quedarse en clase, y se pone a hacer otra actividad.

Por último, quisiera señalar también la importancia de tener en cuenta el modo particular que cada niño desarrolla en relación a los aprendizajes. Por ejemplo, un niño que a su llegada tomó como objeto de elección particular la calculadora. Pronto nos dimos cuenta de que este niño de apenas tres años marcaba un número, seguido de las teclas “+” y “1”, pulsando luego repetitivamente la tecla “=”, quedando atrapado en la contemplación de la serie infinita de los números. Diversas maniobras se pusieron en marcha en torno a la calculadora. Pero quiero señalar una: una educadora va diciendo los números que aparecen, y al cabo señala que tan rápido no puede decirlo, ante lo que el niño acompasa su teclear a la pronunciación de la educadora.

Con el tiempo este niño se ocupa de construcciones que tienen números, pasa a asociar los números a las letras, se interesa por láminas en las que aparece la imagen y la palabra escrita, ayuda a la directora a escribir facturas en el ordenador, pasa a interesarse por los cuentos, en los que localiza escrituras similares. Con cinco años, próxima su entrada en el colegio, y dado su interés, decidimos probar a introducir la lectura: primero, en una cartilla tomada como un cuento, localiza el título en diferentes páginas, localiza también letras, luego la educadora le va señalando como suenan juntas… Y aquí, es el niño quien señala con su dedo lo que la educadora ha de leer, y cuando va muy rápido, ésta dice que tan rápido no puede leerlo —lo que produce risa en el niño, que de nuevo acompasa su señalar a las posibilidades de dicción de la educadora. A veces ésta se “equivoca”, y es el propio niño quien se ocupa de corregirle.

Para finalizar quisiera hacer la reivindicación de un término que en los tiempos que corren parece haber quedado en el olvido como guía para el trabajo con estos niños: se trata del “respeto”. Respeto por el sufrimiento de los niños y de sus familias, respeto por el modo de afrontar las dificultades —aún a veces negándolas en todo un primer tiempo—, respeto por los modos particulares que estos niños tienen de defenderse y arreglárselas con aquello que les excede y que viven como profundamente invasivo, respeto por el tempo del sujeto y su familia.

 

 

Gracia Viscasillas. AP. Psicoanalista en Zaragoza. Miembro de la ELP y de la AMP

g.viscasillas@gmail.com

[1] Lacan, J. “Alocución sobre las psicosis del niño” en Otros Escritos. Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 384