Textos: Reseña realizada por Chiara Mangiarotti
Temple Grandin, El cerebro autista, Adelphi, Milano 2014
Traducción: Luisella Rossi
Publicada en Fondazione Martin Egge Onlus, http://www.fondazionemartineggeonlus.org/articoli, el 21 de Abril de 2015
PDF«Un viaje a través del cerebro autista», así Temple Grandin define este libro, una aventura en la que la autora guía al lector, valiéndose de su experiencia como autista y de cuanto ha llegado a aprehender de los numerosos escáneres cerebrales a los que se ha sometido. Temple Grandin deposita otra vez una gran confianza en la “ciencia dura” que, mediante los resultados de las tecnologías, siempre las más avanzadas, de neuroimagen y de la investigación genética, piensa la localización del autismo en el cerebro y no en la mente. Una perspectiva que la autora opone al método diagnóstico basado en los perfiles comportamentales del DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), respecto al cual no duda en poner en guardia a los padres para que no se dejen atrapar por etiquetas. Por el contrario, un diagnóstico basado en la biología podría permitir una intervención precoz, cuando el cerebro puede ser aún reorganizado en sus conexiones; podría mirar más localmente las áreas cerebrales que se pueden rehabilitar, y sobre todo, podría hacer un diagnóstico caso por caso.
A esto hay que añadir el beneficio psicológico que Temple Grandin valora a partir de sí misma: ”Personalmente me gusta saber que mi elevado nivel de ansiedad podría estar ligado a una amígdala engrosada […] Me ayuda a mantener la ansiedad en la justa perspectiva”.[1]
El aligeramiento de la ansiedad, producido por la búsqueda de una causalidad biológica, ¿no es quizás debido al hecho de que Temple, en tanto científica, ha encontrado como sostén de su existencia, ha individualizado su “punto de fuerza”, como ella lo llama? La neuroimagen no puede diferenciar, sin embargo, entre causa y efecto. ¿Cómo explicamos, por ejemplo, que la corteza cerebral de un sujeto autista reaccione menos a la vista de caras que de objetos? ¿Los autistas socializan menos porque las conexiones corticales registran débilmente las caras, o bien porque la actividad cortical en relación a las caras está atrofiada por la escasa socialización?
Si la biología busca responder a las preguntas: ”¿En qué cosa un cerebro autista parece diferente de un cerebro normal? ¿Qué hace diferente de lo que hace un cerebro normal?”, para responder a una tercera pregunta: “¿cómo se ha vuelto así?”,[2] la autora nos invita a dirigirnos a la genética, definida por ella misma como “un enorme berenjenal”, en el cual muchas pequeñas variaciones del código genético controlan el desarrollo del cerebro. Como las CNV (“copy number variations”), en su mayor parte son heredadas, o bien son mutaciones de novo que surgen espontáneamente en el óvulo o en el espermatozoide antes de la fecundación, o en el óvulo apenas fecundado. Muchas de ellas son benignas y forman parte de lo que se define como la unicidad de la persona. En la investigación efectuada por el Austin Genome Project (AGP, 2010), según la evaluación de Stanley Nelson, profesor de genética humana y de psiquiatría en la Universidad de California de Los Ángeles (UCLA), han sido encontrados muchos más genes alterados en los niños autistas que en el grupo de control, pero el problema es que cada niño presentaba una anomalía de un gen distinto.
La imposibilidad de encontrar una causa genética común a todos los autistas y la constatación de que las determinaciones genéticas son siempre diferentes, nos reportan al carácter único de cada individuo. Como apuntan François Ansermet y Ariane Giacobino en Autismo. A cada uno su genoma, hallamos así un encuentro inesperado, y que todo hacía pensar como improbable, entre genética y psicoanálisis. No hablemos del psicoanálisis aborrecido por Temple Grandin, que colocaría la causalidad del autismo en los padres (genitores) -madre frigorífico y similares-, sino de un psicoanálisis del caso por caso, que apunta a lo irreductible del sujeto en su unicidad. Escribe Temple Grandin: ”Son las diferencias que hacen de nosotros, individuos: los alejamientos de la norma, las variantes del cerebro […] ¿El número de las mutaciones de novo del DNA? ¿La particular posición de cada una de estas CNV sobre el cromosoma? Continuum, aún continuum. Con frecuencia he pensado que llegaremos a preguntarnos si una mutación genética ligada al autismo no sea otra cosa que una mutación como las otras. Cada cosa en el cerebro, cada cosa en la genética, se coloca en un único gran continuum”.[3] Muchísimos autistas sufren de problemas sensoriales, una confusión y alteración de la percepción y de la información que les golpea a ellos, así como a las personas de su entorno más próximo. Los investigadores se han ocupado muchísimo de la comunicación social y del reconocimiento de rostros humanos de los autistas, pero hasta ahora han descuidado este aspecto. La autora pone el acento sobre estos trastornos, muy invalidantes, en la perspectiva del “caso por caso”. Los problemas sensoriales han sido catalogados como “hiperactividad sensorial”, en personas sensibles a los “imput”: situaciones ruidosas y de confusión, sabores, olores, sensaciones táctiles, e “hipoactividad sensorial” en personas que tienen reacciones débiles a estímulos comunes, por ejemplo no responden al ser llamados, etc. Pero, se pregunta Temple Grandin: “¿Estas descripciones corresponden verdaderamente a lo que está sucediendo al sujeto? Y concluye: “Si los investigadores quieren saber qué significa ser una de las muchísimas personas que viven en una realidad sensorial alternativa, deben preguntarlo directamente a los interesados”.[4]
Como Tito Rajorshi Makhopadhyay, que en sus libros habla de la realidad por él vivida a través de un “sí mismo agente” y un “sí mismo pensante”. El primero es “bizarro y lleno de acciones”: se ve a sí mismo como trozos sueltos y gira sobre sí mismo para poder ”ensamblar sus partes en un todo”; mientras que el “sí mismo pensante” está “lleno de conocimientos y de sedimentos”.[5] El “síndrome del mundo intenso”, como ha sido denominada la sobrecarga de información, hace que el sujeto autista se cierre en sí mismo o se vuelva agresivo. Demasiadas informaciones podrían hacer parecer el “sí mismo agente” hiporreactivo, mientras que el “sí mismo pensante” se sentiría sobrepasado. Esto ocurre también en los sujetos autistas no verbales, que están más implicados en el mundo de lo que parece. Desde el punto de vista del “sí mismo pensante”, categorías como hiporreactivo e hiperreactivo pierden sentido, son dos caras de la misma moneda. Esta consideración es rica en implicaciones. Una entre todas: si el “mundo intenso” provoca respuestas emocionales violentas como el miedo, entonces, comportamientos aparentemente antisociales no son otra cosa que la respuesta a un “ambiente intensa y dolorosamente percibido como hostil”.[6] Escribe Temple Grandin: “¿El diagnóstico de autismo no está acaso basado en el comportamiento? Toda nuestra aproximación al autismo, ¿no resulta acaso de lo que parece la experiencia desde el exterior (el “sí mismo pensante”)?”[7]
Por esto la autora cree en la necesidad de “repensar el cerebro autista” (es el título de la segunda parte del libro) yendo más allá de las etiquetas.
A este propósito, Temple Grandin critica duramente el DSM-5, que ve como “una serie de diagnósticos hechos por un comité de médicos que, sentados en torno a una mesa, discuten sobre el código de los seguros. Gracias al pensamiento prisionero de las etiquetas, tenemos ahora una tal abundancia de diagnósticos, que simplemente no hay suficientes sistemas cerebrales para todos estos nombres”.[8]
El DSM-5 modifica la presentación de los diagnósticos. Hoy, un Asperger podría satisfacer todos los criterios para ser diagnosticado como autista, aunque no tenga un retardo del lenguaje. O también podría ser insertado en Trastorno social de la comunicación, o bien Trastorno de comportamiento explosivo, Trastorno del control de los impulsos o Trastornos de la conducta. Comenta la autora a propósito de esta última categoría que el DSM la habría podido llamar también “mándalos a la cárcel”.[9] Y auspicia que “en vez de hablar de series de síntomas, en el intento de etiquetarlos, podemos empezar a hablar de un síntoma particular, y tratar de identificar el origen […]. Pensar cada síntoma, uno por uno, al final nos permitirá pensar en el diagnóstico y el tratamiento de paciente por paciente”.[10]
En la perspectiva de la singularidad, Temple Grandin sostiene una aproximación al autismo que apunta a individualizar los puntos de fuerza en cada sujeto, en vez de concentrarse en el déficit, como hasta ahora han hecho la mayor parte de las investigaciones. Si solo el 10% de los autistas son unos “savant”, todos tienen aptitudes e inclinaciones que pueden ser desarrolladas positivamente. Según Michelle Dawson, una investigadora autista: “las personas autistas tienen dificultad para ensamblar un cuadro complejo (…) No están en condiciones de ver la selva sino que ven solo los árboles”,[11] propensión por la cual se acuñó el término “predilección local”. Por ejemplo, los niños autistas no están en grado de componer las partes de un rostro para interpretar las emociones, pero consiguen en cambio reconocer el pattern puro, por ejemplo en el test, la figura escondida, o en el juego, encontrar el intruso. Así, Dawson tiene una aproximación a la investigación tipo “bottom up”, concentrado, sobre datos, mientras normalmente los investigadores tienen un acercamiento de tipo “top-down”, que consiste en elaborar una idea general, un modelo, considerando un menor número de fuentes, volviendo después a los hechos para convalidar o falsificar el modelo. La modalidad del tipo “bottom-up”, si bien necesita muchos datos, tiene sin embargo la ventaja de generar modelos exactos y además es posible modificar los datos sobre la marcha, pues aún no está la solución global. Temple Grandin compara el funcionamiento de su mente con motores de investigación y está convencida que los primeros que los proyectaron son personas con un cerebro similar al suyo. Un motor de investigación necesita información para dar resultados, el cerebro humano necesita recuerdos. Por eso los autistas carecen de memoria reciente, tienen una memoria a largo plazo excepcional. Los que utilizan una modalidad de búsqueda a partir de los detalles tienen mayor posibilidad de tener resultados creativos porque no saben a dónde se están dirigiendo, conforme a una definición de creatividad que reside en “un imprevisto e inesperado reconocimiento de conceptos o hechos no vistos con antelación”.[12] “Nosotros esperamos sorpresas”, afirma la autora.[13]
En Pensar en imágenes, Temple Grandin había comprendido que su manera de ver el modelo no era la misma que la de los demás y estaba convencida de que todos los autistas pensaban en imágenes. La forma en la cual cada autista utiliza sus propios puntos de fuerza, la ha llevado a hipotetizar una tercera categoría, más allá de los pensadores verbales y de los pensadores visivos: los pensadores por pattern. Los cuadros de una artista como Jessica Park o la capacidad de memorizar una cantidad enorme de números de David Tammet, corresponden a un pensamiento por pattern.
¿Cómo identificar los puntos de fuerza y ayudar a los niños autistas para que vuelvan a su favor la plasticidad del cerebro? Según la autora, la escuela debería tratar a los muchachos como si fueran todos iguales, pero seguir sus inclinaciones. Si un alumno destaca en las materias artísticas, y solo dibuja un coche de carreras, animarlo, en vez de constreñirlo a hacer otra cosa, para luego ampliar el ámbito: hacerle dibujar el autódromo, luego los edificios que lo rodean, etc., transformando una habilidad repetitiva en una fuerza que puede evolucionar creativamente. La escuela -y no solo en USA- está programada para los pensadores verbales, cuando en cambio sería importante que tomara en consideración los campos en los que destacan los pensadores visivos y los pensadores por pattern. No podemos más que concordar. Es igualmente importante que los padres permitan a los niños hacer una experiencia del mundo, antes de alcanzar la edad laboral. ¿Cómo habría podido, la misma Temple Grandin, apasionarse por la zoología si no hubiera visitado el rancho de su tía? Pero no es necesario ir lejos, un sitio cercano a casa puede bastar. Lo importante es que los padres y los profesores permanezcan atentos a individualizar y sostener pasiones, en torno a las cuales construir una futura profesión, y a responsabilizarlos en sus actividades. A propósito de esto, la autora dirige a los autistas algunos consejos: gobernar las propias emociones, transformando la rabia en frustración y aprendiendo a llorar, vender el propio trabajo y no a sí mismo, evitando, por ejemplo, coloquios cara a cara, buscar una dirección que sepa sostener, guiar las propias inclinaciones.
La certeza de que el autismo reside en el cerebro y en los genes, es para ella, paradojalmente, una garantía de libertad: «cuando algo está ‘todo en vuestra mente`, la gente piensa que es voluntario, que sería algo que podríais controlar si solo probarais con más empeño o si hubierais sido adiestrados de diferente manera».[14] Por esto confía en que “el autismo pueda, en un futuro, ser considerado, cerebro a cerebro, secuencia de DNA a secuencia de DNA, tramo a tramo, punto de fuerza por punto de fuerza, y quizás la cosa más importante, individuo por individuo».[15] Temple Grandin, si nos declara por sorpresa su cercanía a Freud que, fiándose de los progresos de la ciencia, “se esperaba de la biología las más sorprendentes dilucidaciones […] tales como para hacer derrumbar todo el artificioso edificio de nuestras hipótesis», en esto se revela en verdad freudiana y también un poco lacaniana: la atención a la particularidad subjetiva, la mayor enseñanza del psicoanálisis aplicada a la aproximación del autismo.
Chiara Mangiarotti. AP. Psicoanalista en Venecia. Miembro de la SLP y la AMP
cmangiarotti@libero.it
[1] Pág.54
[2] Pág.63
[3] Pág. 124
[4] Pág.95
[5]Pág.98
[6] Pág. 106
[7] Pág. 115
[8] Pág.133
[9] Pág.131
[10] Págs.133 y 136
[11] Pág.141
[12] Pág.150
[13] Pág.153
[14] Pág.229
[15] Pág.230