Textos: Miguel Ángel Vázquez

Texto original del autor

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El espacio en el que viven los niños autistas es un espacio profundamente no agujereado y digamos topologizado, que tiene deformaciones especiales. Todas éstas de los circuitos, de los recortes, de las envolturas, necesitan pensarse como un espacio estructurado con la topología de la lengua.

-Eric Laurent-[1]

 

Hacer lugar en el Otro

Se trata de una niña que tenía dos años y medio cuando los padres vinieron a consultar. Estaba diagnosticada de TEA, presentaba los síntomas típicos en una niña inteligente y sobresalían las “pataletas”. Un año después le diagnosticaron un síndrome genético del que se sabe poco, producido por la microdelección en un cromosoma. Se asociaba con retraso en el crecimiento y, de forma muy general, con TEA, TDAH y retraso en el aprendizaje.

En un primer tiempo atendí a los padres para esclarecer con ellos la lógica del funcionamiento de su hija. Esto es una forma de conseguir que el Otro haga hueco a este funcionamiento y por lo tanto al sujeto. El entorno entonces se regula y se hace menos intrusivo para el niño, que de esta manera tiene un espacio para su trabajo.

En esa atmósfera más humanizada que suponía un sujeto a esas conductas, la niña se sintió menos amenazada y comenzó a mostrar un interés más explícito por ese entorno menos invasivo.

Los padres encontraron formas de acercarse a ella que no fueran perturbadoras, e inventaron recursos que facilitaban a la niña el acceso a ciertas actividades antes imposibles. Su madre descubrió que, haciendo que su voz pareciera la de un cuento, la niña podía jugar con ella y escucharla. Consiguieron que aceptara ducharse y se dejara lavar el pelo, pero siempre por la madre. Un día que ésta no podía realizar esa labor, el padre la convenció para dejarse duchar por él impostando la voz y diciéndole “Cariño, soy la mamá de mentira, vamos a la ducha”.

A la niña le permitió comenzar a vincularse y empezar a trabajar en su autoconstrucción. En dos meses había comenzado a juntar dos palabras de forma significativa, a señalar con el dedo; repetía palabras de personas con las que se cruzaba por la calle; comenzó a introducirse algún alimento sólido en la boca, que luego escupía. En una progresión rápida inició el control de esfínteres, disminuyó la rigidez corporal y las pataletas. Por las noches, cuando estaba sola en la cama, hablaba. Tenía dos tipos de soliloquios, uno en tono imperativo y correctivo, “¡Eso no se hace!”, y otro comunicativo diferido. Esa mañana, la madre había intentado, sin éxito, que le dijera “¡Hola nena!” a una niña que se encontraron. Sin embargo, por la noche, en la soledad de su habitación, la oían repetir “Hola nena, hola nena”. No encontramos ahí una pasividad ni un déficit, sino más bien una actividad en diferido, fuera de lugar. Se aprecia un interés efectivo, pero lo que no parece tener es un lugar propio desde donde poder dirigirse al otro en un espacio común.

 

Hacerse un sitio

A los tres años inicia su escolaridad en un nuevo colegio que, al comienzo no resultó ser un entorno que hiciera sitio a su particularidad, y allí las conductas autísticas y disruptivas iban en aumento. Un día le dijo a la madre en el coche “No quiero ir al cole porque es una experiencia malísima”.

Fue entonces cuando comencé a tener sesiones con ella, con una periodicidad quincenal. Tenía algo más de tres años y medio. Era diciembre y el trabajo que presento abarca su primer año de tratamiento.

Pronto tomó la costumbre de llevarse a su casa algún objeto que había utilizado en la sesión y lo reintegraba en la siguiente. Este ritual era importante para ella. Lo que al comienzo le resultó más difícil era desprenderse del objeto cuando volvía a la siguiente sesión. Prácticamente eyectaba el muñeco con fuerza, con un movimiento brusco. Un día se puso de espaldas mirando a la puerta tras la que estaba su madre y lo lanzó hacia atrás al tiempo que gritaba “¡Mamá!”. Actualmente lo deja en la cesta de los juguetes sin decir nada.

Creo que ha ido haciendo un trabajo para construir una imagen de sí con la que poder presentarse en el espacio común.

Dos meses después del inicio, trazó una primera línea que dividió el espacio de la consulta en dos: el que ocupaba ella con los juguetes y el lugar en que se ubica la mesa en la que hablaba con la madre tras cada sesión.

Contextualizo la situación. En la sesión anterior había tratado del ruido de los niños en un colegio y el miedo que una niña tiene. En la siguiente que relato, vuelve a hablar de ello. Hizo una diferencia, los papás que saben todo y no tienen que aprender y las mamás que tienen que estudiar, tranquilizarse y relajarse. Al final de esta sesión, mientras hablaba con la madre, no se angustió como las veces anteriores, trazó una línea con una serie de ladrillos de psicomotricidad dividiendo el espacio en dos como he descrito. Atravesó este límite con tres muñecos que había hecho. El primero de ellos la representaba a ella, el segundo a la madre y el tercero a ella misma cuando era un bebé.

En la sesión siguiente fue cuando al entrar eyectó hacia atrás al grito de “¡Mamá!”, el muñeco que se había llevado.

Se produjo un efecto de humanización en ella. Comenzó por reconocerse en las imágenes que representan a una figura femenina, por ejemplo en los servicios, y si la imagen era la de una mujer con su bebé, ella se reconocía junto a su madre. En los cuentos siempre se vinculaba a un personaje que tuviera algún toque femenino, algo rosa, por ejemplo.

La madre relató que una de esas noches, al despedirse de los muñecos con los que juega junto a su madre, por primera vez les dijo adiós con la mano, con un gesto natural, no robotizado. Al día siguiente le comentó a la madre “Mamá, ayer, el otro día, le he dicho adiós a los muñecos”. Me sorprende esta frase que pone de relieve el valor de experiencia que tuvo para la niña aquel gesto que, al evocarlo, viene acompañado de unas coordenadas temporales que localizan al sujeto. Este gesto ya quedó incorporado.

Como en el ámbito de lo humano, la falta vinculada a la lengua misma es inevitable, ésta también apareció. En una sesión había generado una escena en la que había una correspondencia uno-uno: dos abuelas con sus nietas respectivas estaban comiendo sendas tartas que había cocinado. Al lado había colocado un perro sin par. Cuenta que fue al veterinario y este preguntó: “¿Qué le pasa al perrito?, ¿necesita algo?” Y nadie respondió a estas preguntas. Al final de esa sesión cogió una muñeca y la metió sin decir nada en un hueco cerrado formado por cuatro grandes paneles engarzados y se fue.

Después de esta sesión, tras las vacaciones de Pascua, hizo un cambio notable en su conducta en casa: muestras de afecto, capacidad de reflexión, rectificación sobre sus actos e interés por compartir experiencias con los padres. En el colegio modificó su actitud y cedieron sus conductas disruptivas.

En la sesión posterior responde a la pregunta que formuló el veterinario: “El perro tiene nervios y se mete en su casita que está tranquilo”. En esa sesión había escenificado el miedo en la figura de un rinoceronte feroz que corría desbocado por el borde de su caja, sin llegar a saltar fuera. Hace una segunda barrera de ladrillos separadora mientras hablo con la madre y, en silencio, vuelve a meter la muñeca dentro del recinto cerrado de los paneles, antes de irse.

Unas sesiones después no encuentra al perro… Para explicar su ausencia dice que “está a mil años, en la isla per…, azul”. Se interrumpe ante este significante, “perdida”, que evita. Al final denominó este lugar: “la jungla azul”. Rescaté este significante porque nombraba un sitio que, en algún lugar, tenía la función de acoger lo que se perdía. Más adelante lo localizó en el hueco de paneles en el que ella misma se introdujo y se tumbó tranquila un día.

Un nuevo progreso se produjo con la introducción de un “hospital necesitalia”, que ha sido una referencia y un hilo conductor para sus desarrollos y circuitos. Allí, al inicio, una niña y un adulto están encamados, después solo una niña, de la que siempre evitó decir qué le pasaba. Aunque la enferma postrada nunca participaba en la historia, toda una red de relaciones se tejía y desarrollaba alrededor de ella. Una pregunta no formulada sobre su diferencia y su enfermedad se condensaba en esa figura silenciosa.

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Considero que la introducción del personaje de la niña enferma la incorpora de alguna manera a la historia, la representa, le da cierta consistencia, y esto tiene consecuencias en su vida. En esos días, una mañana se levantó y le dijo a la madre que ya no se iba a portar mal. Se lo repitió durante dos días y, efectivamente, a partir de entonces, las pataletas y el oposicionismo se redujeron muy considerablemente. Por ejemplo, cuando llega la hora de la cena, la rechaza y se va a su habitación, está un rato, vuelve y se la come bien, incluso repite. Pienso que ese lapso de tiempo, desde que sale del comedor hasta que vuelve, es el espacio del sujeto. La situación de la niña no es tan frágil y el entorno no resulta tan intrusivo.

A mi juicio se podría hacer un seguimiento de aquel personaje silencioso que fue dejando oculto en el hueco de los paneles, como producto silencioso de la sesión; era un gesto no dirigido al Otro. Poco a poco fue emergiendo como un personaje que aparecía en el contexto de una historia. Ya tenía una imagen erguida pero no se incorporaba a la historia, se mantenía silencioso y aparecía escondido, parapetado en alguna barrera que no impedía la presencia de la mirada. La niña no hablaba de él.

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En un paso más, la cuestión del sujeto se incorpora a la historia, se introduce en el escenario común como un personaje que plantea su problema: la dificultad para encontrar un lugar entre los otros. La experiencia de estar fuera. En esta secuencia fue llamativo el cambio de actitud de la niña, normalmente locuaz y esquiva, mientras que ahora se mostraba reflexiva y dejaba entrever su fragilidad.

Se inicia con la historia del pingüino que se encuentra en su “estanque helado”, en el que nadie puede entrar excepto su entrenador. Los demás animales están fuera mirando estáticos. Le doy una foca. Esta se muestra muy viva y no quiere ser entrenada. Sale fuera pero no encuentra manera de contactar con los otros, solo surge la agresión. Sin embargo, esta formulación permitió otras aperturas.

Hay un cambio sorprendente en este sentido en el colegio. La niña comenzó a participar en actividades conjuntas y a hablar en clase, un espacio común. No es este un lugar estable, se colapsa con cierta frecuencia y aparecen conductas disruptivas, pero es un paso más en el trabajo incansable de construcción de esta niña que va ampliando y haciendo cada vez más complejo su estar en el mundo.

 

Miguel Ángel Vázquez. AME. Psicoanalista en Valencia. Miembro de la ELP y de la AMP

mavazque@cop.es

 

 

[1] Laurent, E., «Las paradojas de los autismos» (conferencia no revisada por el autor dictada en Bilbao en 2013), publicada en 25 Aniversario, Seminario del Campo Freudiano de Bilbao, 2015