• Textos Entrevista a Jacques Lacan en la revista Panorama. 1974
  • Preguntas de Emilia Granzotto
  • Traducción de Margarita Álvarez
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Cada vez más a menudo se habla de crisis del psicoanálisis. Sigmund Freud, se dice, está superado, la sociedad moderna ha descubierto que su obra no es suficiente para comprender al hombre, ni para interpretar a fondo su relación con el mundo.
Esto son cuentos. En primer lugar, la crisis. No existe, no puede haberla. El psicoanálisis no ha llegado de ningún modo a su límite. Hay muchas cosas aún por descubrir tanto en la práctica como en la doctrina. En psicoanálisis, no hay solución inmediata, sino sólo la larga y paciente búsqueda de las razones.

En segundo lugar, Freud. ¿Cómo juzgarlo superado si no lo hemos comprendido del todo? Lo que sabemos es que nos ha hecho conocer cosas completamente nuevas, que no se habían siquiera imaginado antes de él: de los problemas del inconsciente a la importancia de la sexualidad, del acceso a lo simbólico a la sujeción a las leyes del lenguaje.

Su doctrina ha cuestionado la verdad, asunto que nos concierne a todos y a cada uno de nosotros personalmente. Eso no tiene nada que ver con una crisis. Repito: estamos lejos de haber llegado al límite de Freud. También porque su nombre ha servido para cobijar muchas cosas: ha habido desviaciones, los epígonos no han seguido siempre fielmente el modelo. Eso ha creado confusiones.

Después de su muerte, en 1939, algunos de sus alumnos pretendieron ejercer el psicoanálisis de otra manera, reduciendo su enseñanza a algunas fórmulas banales: la técnica como ritual, la práctica reducida al tratamiento del comportamiento y, como objetivo, la readaptación del individuo a su entorno social. Esto constituye una negación de Freud, un psicoanálisis acomodaticio, de salón.

Freud mismo lo había previsto. Señaló que hay tres posiciones, tres tareas imposibles: gobernar, educar y ejercer el psicoanálisis. Hoy en día no importa quién toma la responsabilidad de gobernar, y todo el mundo se pretende educador. En cuanto a los psicoanalistas, ¡ay!, ellos prosperan, como los magos y los curanderos. Proponer ayudar a la gente tiene el éxito asegurado, y hace que la clientela se agolpe a la puerta. El psicoanálisis es otra cosa.

¿Qué exactamente?
Yo lo defino como un síntoma, revelador del malestar de la civilización en que vivimos. Ciertamente, no es una filosofía. Yo aborrezco la filosofía, hace mucho tiempo que no dice ya nada interesante. El psicoanálisis no es tampoco una fe, y no me gusta llamarlo ciencia. Digamos que es una práctica que se ocupa de lo que no anda, terriblemente difícil porque pretende introducir en la vida cotidiana lo imposible, lo imaginario. Hasta ahora, ha obtenido ciertos resultados, pero aún no tiene reglas y se presta a toda suerte de equívocos.

No hay que olvidar que se trata de algo totalmente nuevo, se considere en relación a la medicina o en relación a la psicología y afines. Y todavía es muy joven. Freud murió hace apenas treinta y cinco años. Su primer libro, La interpretación de los sueños fue publicado en 1900, con muy poco éxito. Creo que se vendieron trecientos ejemplares en unos años. Él tuvo también pocos alumnos, que fueron tomados por locos y que no estaban de acuerdo en la manera de poner en práctica y de interpretar lo que habían aprendido.

¿Qué es lo que no anda en el hombre actualmente?
Se trata de esta gran fatiga de vivir, como resultado de la carrera hacia el progreso. Del psicoanálisis, se espera que descubra hasta dónde se puede llegar arrastrando esta fatiga, este malestar de la vida.

¿Qué es lo que empuja a la gente a analizarse?
El miedo. Cuando le suceden cosas, incluso queridas por él, que no entiende, el hombre tiene miedo. Sufre por no entender y, poco a poco, entra en un estado de pánico. Es la neurosis. En la neurosis histérica, el cuerpo enferma del miedo a estar enfermo, sin estarlo realmente. En la neurosis obsesiva, el miedo mete en la cabeza ideas raras, pensamientos que no se pueden controlar, fobias en las que formas y objetos adquieren significaciones diversas y terroríficas.

¿Por ejemplo?
El neurótico puede verse impelido, por una necesidad espantosa, a verificar decenas de veces si un grifo está realmente cerrado o si una cosa está en su lugar, sabiendo sin embargo con certeza que el grifo está cerrado y, la cosa, en su sitio. No hay píldora que cure eso. Tienes que descubrir por qué te pasa, qué significa.

¿Y la cura?
El neurótico es un enfermo que se cura con la palabra, ante todo con la suya. Debe hablar, contar, explicar él mismo. Freud define la cura como la asunción por parte del sujeto de su propia historia, en la medida en que ella está constituida por la palabra dirigida a otro.

El psicoanálisis es el reino de la palabra, no hay otra medicina, otro remedio. Freud explicaba que el inconsciente no es tanto profundo como inaccesible a la profundización consciente. Y dijo que, en este inconsciente, algo habla: un sujeto en el sujeto, que trasciende al sujeto. La palabra es la gran fuerza del psicoanálisis.

¿La palabra de quién? ¿Del enfermo o del analista?
En psicoanálisis, los términos “enfermo”, “médico”, “medicina” no son exactos, no se usan. No son justas tampoco las fórmulas pasivas adoptadas habitualmente. Se dice: “Hacerse psicoanalizar”. Es un error. El verdadero trabajo en análisis lo hace quien habla, el sujeto analizante, incluso si lo hace de la manera sugerida por el analista, que le indica cómo proceder y lo ayuda con sus intervenciones. También le da una interpretación que de entrada parece dar sentido a lo que dice el analizante.

Pero, en realidad, la interpretación es más sutil y tiende a borrar el sentido de las cosas por las que el sujeto sufre. El objetivo es mostrarle, a través de su propio relato, que su síntoma, digamos la enfermedad, no tiene relación con nada, que está privada de cualquier sentido. Por tanto, aunque en apariencia es real, no existe.

Las vías por las que procede esta acción de la palabra exigen mucha práctica y una paciencia infinita. La paciencia y la mesura son los instrumentos del psicoanálisis. La técnica consiste en saber mesurar la ayuda que se da al sujeto analizante. En consecuencia, el psicoanálisis es difícil.

Cuando se habla de Jacques Lacan, se asocia inevitablemente ese nombre a una fórmula: “Retorno a Freud”. ¿Qué significa?
Exactamente lo que dice. El psicoanálisis es Freud. Si se quiere hacer psicoanálisis hay que volver a Freud, a sus términos y a sus definiciones, leídas e interpretadas en sentido literal. He fundado en París una Escuela freudiana precisamente con este fin.

Hace más de veinte años que expongo mi punto de vista: retornar a Freud significa simplemente despejar el campo, tanto de las desviaciones y los equívocos de la fenomenología existencial, por ejemplo, como del formalismo institucional de las sociedades psicoanalíticas, retomando la lectura de la enseñanza de Freud según los principios definidos e indicados de su trabajo. “Releer a Freud” quiere decir solamente releer a Freud. Quien no lo hace, en psicoanálisis, usa fórmulas abusivas.

Pero Freud es difícil. Y Lacan, dicen, lo torna extremadamente incomprensible. A Lacan se le reprocha hablar y sobre todo escribir de tal manera que solamente poquísimos entendidos pueden esperar comprender.
Lo sé, se me considera alguien ininteligible que oculta su pensamiento tras cortinas de humo. Yo me pregunto el porqué de ello. A propósito del análisis, repito con Freud que es “el juego intersubjetivo por donde la verdad entra en lo real”. ¿No está claro? Pero el psicoanálisis no es cosa de niños.

Mis libros son definidos como incomprensibles. Pero, ¿para quién? No los he escrito para todo el mundo, para que sean comprendidos por todos. Al contrario, nunca me he ocupado lo más mínimo de complacer a los lectores. Tenía cosas que decir y las he dicho. Me basta con tener un público que lee. Si no comprende, paciencia. En cuanto al número de lectores, he tenido más suerte que Freud. Mis libros son incluso demasiado leídos, cosa que me sorprende.

Estoy asimismo convencido que dentro de diez años como máximo, quien me lea me encontrará transparente como una bonita jarra de cerveza. Es posible que entonces se diga: “¡Este Lacan, qué banalidad!”

¿Cuáles son las características del lacanismo?
Es un poco pronto para decirlo ya que el lacanismo aún no existe. Comienza a percibirse algo, como un presentimiento.

En todo caso, Lacan es un señor que practica el psicoanálisis desde hace al menos cuarenta años y que lleva otros tantos años estudiándolo. Yo creo en el estructuralismo y en la ciencia del lenguaje. He escrito en uno de mis libros que “a lo que nos remite el descubrimiento de Freud es a la enormidad de ese orden en que hemos entrado, en el que, si así puede decirse, hemos nacido por segunda vez, saliendo del estado nombrado con justicia infans, sin palabra”.

El orden simbólico, en el que Freud fundó su descubrimiento, está constituido por el lenguaje, como momento del discurso universal concreto. El mundo de la palabra es el que creó el mundo de las cosas, inicialmente confusas en el todo en devenir. Solamente las palabras dan un sentido cabal a la esencia de las cosas. Sin las palabras, nada existiría. ¿Qué sería el placer sin la intermediación de la palabra?

Mi idea es que Freud, al enunciar en sus primera obras -La interpretación de los sueños, Mas allá del principio del placer, Tótem y tabú- las leyes del inconsciente, formuló, como pionero, las teorías con las cuales algunos años más tarde Ferdinand de Saussure abrió la vía a la lingüística moderna.

¿Y el pensamiento puro?
Está sometido, como el resto, a las leyes del lenguaje. Solo las palabras pueden introducirlo y darle consistencia. Sin el lenguaje, la humanidad no avanzaría en las investigaciones del pensamiento. Es el caso del psicoanálisis. Sea cual sea la función que se le atribuya -agente de curación, de formación o de sondeo-, solo se sirve de un medium: la palabra del paciente. Y toda palabra llama a una respuesta.

El análisis como diálogo, entonces. Hay gente que lo interpreta más bien como un sucedáneo de la confesión.
Pero, ¿qué confesión? Al psicoanalista no se le confiesa nada en absoluto. Uno se deja ir a decirle todo lo que se le pasa por la cabeza. Palabras, precisamente. El descubrimiento del psicoanálisis es el del hombre como animal parlante. Corresponde al analista ordenar las palabras que escucha y darles un sentido, una significación. Para realizar un buen análisis, hace falta el acuerdo, una afinidad entre el analizante y el analista.

A través de la palabra de uno, el otro busca hacerse una idea de lo que se trata y encontrar, mas allá del síntoma aparente, el nudo difícil de la verdad. La otra función del analista es la de explicar el sentido de las palabras para hacer comprender al paciente lo que puede esperarse del análisis.

Es una relación de extrema confianza.
Más bien un intercambio, en el cual lo importante es que uno habla y otro escucha. También el silencio. El analista no plantea preguntas y no tiene ideas. Da solamente las respuestas que quiere dar a las preguntas que le suscitan el deseo de hacerlo. Pero, finalmente, el analizante termina yendo adonde le lleva el analista.

Acaba de hablar de la cura. ¿Hay posibilidad de curación? ¿Se sale de la neurosis?
El psicoanálisis tiene éxito cuando despeja el campo, tanto del síntoma, como de lo real; es decir, cuando llega a la verdad.

¿Podría enunciar el mismo concepto de una manera menos lacaniana?
Yo llamo síntoma a todo lo que viene de lo real. Y lo real es todo aquello que no anda, que no funciona, que obstaculiza la vida del hombre y la afirmación de su personalidad. Lo real vuelve siempre al mismo lugar. Lo encontrarán siempre allí, con los mismos semblantes. Los científicos tienen una bella fórmula: No hay nada imposible en lo real. Hay que tener mucho valor para hacer afirmaciones de ese género, o bien, como sospecho, una ignorancia total acerca de lo que se hace y lo que se dice.

Real e imposible son antitéticos, no pueden ir juntos. El análisis empuja al sujeto hacia lo imposible, le sugiere considerar el mundo como es verdaderamente, es decir imaginario, sin significación. Mientras que lo real, como un pájaro voraz, no hace más que nutrirse de cosas sensatas, de acciones que tienen un sentido.

Se repite que hay que dar un sentido a esto y aquello, a los propios pensamientos, a las propias aspiraciones, a los deseos, al sexo, a la vida. Pero de la vida no sabemos nada de nada, como se extenúan explicando los científicos.

Me preocupa que por su culpa, lo real, esa cosa monstruosa que no existe, acabe tomando la delantera. La ciencia está sustituyendo a las religiones, de manera otro tanto despótica, obtusa y oscurantista. Hay un dios-átomo, un dios-espacio, etc. Si vence la ciencia, o la religión, el psicoanálisis está acabado.

En la actualidad, ¿qué relación hay entre la ciencia y el psicoanálisis?
Para mí, la única ciencia verdadera, seria, a seguir, es la ciencia ficción. La otra, la oficial, que levanta sus altares en los laboratorios, avanza a ciegas, sin meta. Y comienza a tener miedo hasta de su propia sombra.

Parece que a los científicos les llega el momento de la angustia. En sus laboratorios asépticos, con sus batas almidonadas, esos niños mayores que juegan con cosas desconocidas, fabricando aparatos cada vez más complicados e inventando fórmulas cada vez más abstrusas, comienzan a preguntarse por el futuro, a dónde terminarán por llevar esas investigaciones siempre nuevas. ¿Y si finalmente –digo- es demasiado tarde? Los biólogos se lo preguntan ahora, o los físicos, los químicos. Para mí, están locos.

Solo ahora, cuando están a punto de destrozar el universo, se les ocurre preguntarse si por azar eso puede ser peligroso. ¿Y si todo saltara? ¿Y si las bacterias cultivadas tan amorosamente en los blancos laboratorios se trasformasen en enemigos mortales? ¿Y si el mundo fuera barrido por una horda de esas bacterias, con toda la estupidez que lo habita, comenzando por los científicos de los laboratorios?

A las tres posiciones imposibles de Freud, gobernar, educar, psicoanalizar, agregaría una cuarta: la de la ciencia. Salvo que los científicos no saben que su posición es insostenible.

Una definición bastante pesimista de lo que se llama progreso.
No, nada de eso. Yo no soy pesimista. No pasará nada. Por la simple razón de que el hombre es un inútil, incluso incapaz de destruirse a sí mismo. Personalmente encontraría maravilloso que el hombre produjera una calamidad total. Sería la prueba de que finalmente ha logrado hacer algo con sus manos, con su cabeza, sin intervención divina, natural o de otro tipo.

Todas esas bellas bacterias sobrealimentadas para el entretenimiento, extendidas por el mundo como las langostas bíblicas, significarían el triunfo del hombre. Pero eso no pasará nunca. La ciencia atraviesa felizmente su crisis de responsabilidad, todo volverá a entrar en el orden de las cosas, como se dice. Lo he anunciado: lo real tomará la delantera, como siempre. Y nosotros estaremos, como siempre, perdidos.

Otra paradoja de Jacques Lacan. Se le reprocha, además de la dificultad del lenguaje y la obscuridad de los conceptos, los juegos de palabras, los divertimentos del lenguaje, los acertijos a la francesa y precisamente las paradojas. Aquel que lo escucha o lo lee tiene derecho a sentirse desorientado.
Yo no bromeo, digo cosas muy serias. Me sirvo de la palabra como los científicos que mencioné se sirven de sus alambiques y sus montajes electrónicos. Busco siempre referirme a la experiencia del psicoanálisis.

Usted dice: lo real no existe. Pero el hombre medio sabe que lo real es el mundo, todo lo que le rodea, lo que ve a simple vista, lo que toca…
Desembaracémonos de este hombre medio el cual, primero, no existe. No es más que una ficción estadística. Existen los individuos, eso es todo. Cuando escucho hablar del hombre de la calle, de los sondeos, de los fenómenos de masa y otras cosas parecidas, pienso en todos los pacientes que he visto pasar por el diván a lo largo de cuarenta años de escucha. No hay uno solo que sea parecido a otro, ninguno con la misma fobia, la misma angustia, la misma manera de relatar, el mismo miedo a no entender. El hombre medio, ¿quién es? ¿Yo, usted, mi conserje, el presidente de la república?

Hablamos de lo real, del mundo que todos vemos…
Precisamente. La diferencia entre lo real, es decir, lo que no va, y lo simbólico, lo imaginario, es decir, la verdad, es que lo real es el mundo. Para constatar que el mundo no existe, que no hay uno, basta pensar en todas las banalidades que una infinidad de imbéciles creen que es el mundo. E invito a mis amigos de Panorama, antes de acusarme de paradoja, a reflexionar bien acerca de lo que acaban de leer.

Se diría que usted es cada vez más pesimista.
No es cierto. No me sitúo ni entre los alarmistas ni entre los angustiados. ¡Ay del psicoanalista que no haya superado el estado de angustia! Es cierto, hay alrededor nuestro, cosas horripilantes y voraces, como la televisión, que fagocita regularmente a una gran parte de nosotros. Pero eso ocurre únicamente porque hay personas que se dejan fagocitar, que se inventan incluso un interés por lo que ven.

Luego, hay otras cosas monstruosas también voraces: los cohetes que van a la luna, las investigaciones en el fondo del mar, etc. Todo cosas absorbentes. Pero no hay por qué hacer un drama. Estoy seguro que cuando hayamos tenido bastante de cohetes, televisión y de todas las demás malditas investigaciones vacías, encontraremos otras cosas con que ocuparnos. ¿Hay una reviviscencia de la religión, no? ¿Y qué mayor monstruo voraz que la religión? Una feria continua con la que entretenerse durante siglos, como ya se ha demostrado.

Mi respuesta a todo ello es que el hombre siempre supo adaptarse al mal. El único real que se puede concebir, al que tenemos acceso, es éste; es preciso darle una razón. Dar un sentido a las cosas, como se decía. De otro modo, el hombre no tendría angustia. Freud no habría devenido célebre y yo sería profesor de instituto.

Las angustias, ¿son siempre de esta naturaleza o existen angustias ligadas a ciertas condiciones sociales, a ciertas etapas históricas, a ciertas latitudes?
La angustia del científico que tiene miedo de sus descubrimientos puede parecer reciente. Pero, ¿qué sabemos nosotros de lo que pasaba en otras épocas, de los dramas de otros investigadores? La angustia del obrero, atado a una cadena de montaje, como el remero a una galera, es la angustia actual. O, simplemente, está ligada a las definiciones y a las palabras de hoy.

Pero, ¿qué es la angustia para el psicoanálisis?
Algo que se sitúa fuera de nuestro cuerpo, un miedo, pero de nada que el cuerpo, mente incluida, pueda motivar. En resumen, el miedo del miedo. Muchos de estos miedos, muchas de estas angustias, en el nivel que las percibimos, tienen que ver con el sexo.

Freud decía que la sexualidad, para el animal parlante que se llama hombre, es sin remedio y sin esperanza. Una de las tareas del analista es encontrar en las palabras del paciente el nudo entre la angustia y el sexo, ese gran desconocido.

Ahora que el sexo está en todas partes -en el cine, en el teatro, en la televisión, en los diarios, en las canciones, en la playa-, se oye decir que la gente está menos angustiada por problemas relativos a la esfera sexual. Los tabúes han caído, se dice, el sexo ya no da miedo.
La sexomanía que nos invade es solamente un fenómeno publicitario. El psicoanálisis es una cosa seria que comporta, lo repito, una relación estrictamente personal entre dos individuos: el sujeto y el analista. No existe psicoanálisis colectivo, como no existen angustias o neurosis de masa.

Que el sexo esté a la orden del día y se exponga en todas las esquinas, tratado de la misma manera que no importa qué detergente en la televisión, no representa ninguna promesa de beneficio. No digo que esté mal. Sin duda, no basta para tratar las angustias y los problemas particulares. Forma parte de la moda, de esa falsa liberación que nos viene dada como un bien aprobado desde arriba por la llamada sociedad permisiva. Pero eso no sirve al nivel del psicoanálisis.