Gustavo Dessal[1]

Si queremos seguir la orientación lacaniana, tengamos presente que Lacan nos aconsejó no pretender imitarlo. Él no profesaba una simpatía especial por quienes repetían su doctrina de manera obsecuente y siempre esperaba que en su auditorio surgiese alguna disidencia, algún debate, una voz que cuestionase algo. Eso le resultaba particularmente estimulante. Cuando dijo en La Tercera que “mis sueños no está inspirados por el deseo de dormir; a mí me mueve más bien el deseo de despertar. Pero, en fin, es particular”[2], es importante destacar cómo culmina esa frase: se trata de su posición particular. ¿Qué intento decir con esto? Que el despertar no es una fórmula magistral de la que los psicoanalistas debemos hacernos portavoces, como si se tratase de un mensaje evangélico. No somos tributarios de una fe, y si de verdad estamos convencidos de que el concepto de Escuela nos ofrece la oportunidad de distinguirnos de una Iglesia, hagamos un buen uso de él y no tomemos las cosas por la punta de su religiosidad. No somos necesariamente gente que nos hayamos desprendido de forma definitiva del sueño. Por lo tanto, hablaremos del despertar con la debida prudencia a la que nos obliga lo que como mínimo es exigible a un psicoanalista: que haya elaborado algo de su relación con el narcisismo. Después de todo, esa es una reflexión que encontramos en Lacan desde sus inicios, y que en el seminario VIII, La transferencia, nos acerca a este tema. Citando a Píndaro[3], Lacan escribe: “Sueño de una sombra, el hombre”.

Aunque la función de la identificación narcisista es absolutamente esencial en la constitución subjetiva, es bien cierto que Lacan demuestra su dimensión de desconocimiento. El sujeto no puede verse a sí mismo, pero se mira en el yo. La visión especular tiene una función de sombra, en tanto sirve para oscurecer la división del sujeto. Dicho sujeto no es localizable en el espejo, sino en el campo simbólico, el Otro donde se encuentra ese punto de I mayúscula, el rasgo unario. Todavía allí, en ese seminario, Lacan concibe el sueño como “errancia del significante”[4], y por lo tanto considera que el sueño es un primer acceso a la idea de que hay algo más real que la sombra: “lo real del deseo, del que dicha sombra me separa”[5]. Lo “real del deseo” no es una expresión que se adivine de inmediato. Es preciso leer esas páginas del seminario sobre la transferencia  con mucha atención para entender que el  deseo no tiene una relación directa con su objeto, sino todo lo contrario. Es real precisamente por eso, porque la significancia introduce toda clase de objeciones a la relación entre el deseo y el objeto. Es, en definitiva, algo que participa de la misma lógica que algunos años más tarde aplica Lacan cuando nos dice que el goce fálico es lo que hace obstáculo entre el sujeto y el cuerpo del otro. “Con el analista, el hombre se despierta”, argumenta Lacan[6]. Se despierta porque el analista es quien puede, en el discurso del sujeto, separar la demanda de lo real del deseo.

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