Texto de Serge Cottet

Partiremos de una cita paradójica de Lacan en el Seminario 1:

Tal vez sea más difícil hacerles entender esto último porque, por razones que quizá no son tan agradables como podríamos creer, conocemos menos hoy el sentimiento de odio que en las épocas en que el hombre estaba más abierto a su destino.*1

Es cierto que hoy en día otros pretendientes a la barbarie menos dubitativos sobre su destino no se quedan atrás. Lo que se apaga ahí, puede arder en otro lugar. A lo mejor conviene poner en tensión la pasión odiosa con la agresividad racista que, por su parte, no retrocede.

Hermanos enemigos: narcisismo de la pequeña diferencia

Recordemos que Freud, en El malestar en la cultura, considera que el malestar crece, la civilización comienza con el odio al padre (Vaterhass) y las masas humanas están cada vez más invadidas por la pulsión de muerte y la agresividad, por el hecho de la represión que no cesa de crecer del goce. El odio edípico juega su partida en la constitución de las masas y le pone fin el sentimiento de culpa común que genera el crimen; como esa culpabilidad no se funda en ninguna ley, hay que admitir que no tiene como causa más que el amor al padre. Ese odio al padre es estructurante, permite la identificación de todos los individuos de una comunidad con el ideal del padre muerto. Comienza con el odio y termina en la masa; pero ese odio no desaparece y arma las rivalidades entre las comunidades. Es la identificación segregativa. El otro fronterizo, el hermano enemigo, se convierte en el factor unificador del grupo. Distinguiremos entonces, con Freud, el odio al padre del odio narcisista en juego en la paranoia, hasta el odio puro de la pulsión de destrucción.

Empecemos por esa mediación que juega el padre en el odio de los hijos entre ellos; está completamente desnudada, sobre todo, en el fantasma “Pegan a un niño”, en particular en el júbilo odioso que experimenta uno de los hermanos al ver a su hermano golpeado por el padre. Una de las variantes esenciales de ese enunciado reconstruido por el análisis es: “El padre pega al niño que yo odio”. Lacan considera: “Henos aquí, entonces, llevados por Freud desde el punto inicial hasta el corazón mismo del ser, donde se sitúa la más intensa cualidad del amor y del odio”.2

Tratándose de hermanos enemigos, el narcisismo de masa gana sobre los celos edípicos. En varias ocasiones, Freud pone como ejemplo a esos hermanos enemigos, “españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc”.3 Freud no está muy convencido, falta valor explicativo: a grosso modo, es el estadio del espejo. Podemos, sin embargo, observar que las pequeñas diferencias no son tan pequeñas como parecían y presentan una gran diversidad. ¿Qué decir, por ejemplo, hoy de los tutsis y los hutus, de los vietnamitas y los camboyanos, de suníes y chiíes?4

Hay una modalidad del odio particularmente apta para resolver las tensiones entre comunidades aparentes: el antisemitismo.5 Ahí los alemanes del norte y del sur se reconcilian. Según Freud, los judíos son tratados como una minoría extranjera, pero es principalmente su debilidad numérica lo que incita a perseguirlos con el objetivo de crear “un sentimiento de solidaridad en las masas”.6 El criterio del narcisismo de las pequeñas diferencias se aplica difícilmente a los judíos cuya obstinación, que desafía toda comprensión, hace objeción a lo imaginario del semejante. Hacen mancha en el cuadro de los fieles, por no haber reconocido, a diferencia de los cristianos, la muerte del padre.

Sin embargo, el mito de los hermanos enemigos insiste. Los filósofos no han desconocido esa paradoja concerniente al objeto privilegiado del odio, “que no es el extranjero más lejano, sino, paradójicamente, el ser casi idéntico –apenas diferente”–.7 Una vez no hace costumbre, Jankélévitch cita a Freud en Moises y el monoteísmo.8 Añade: “Porque no odiamos lo absolutamente Extranjero, sino un padre, un próximo, un hermano, y nuestra propia esencia en la esencia coesencial de ese próximo y en la esencia confraterna de ese hermano”.9 El filósofo del Casi nada, de lo infinitesimal, de lo imperceptible, busca el rasgo diferencial.

Antisemitismo

Ese punto de vista encuentra su punto culminante en el análisis que Jankélévitch hace del racismo, que distingue del antisemitismo. En el racismo, dice, la alteridad es visible a primera vista: la estúpida superioridad del blanco en relación al negro. En cambio, el antisemitismo se dirige a otro indiscernible de sí mismo. Es el malestar del semejante respecto del casi semejante: “La zona de la tensión pasional por excelencia, es la zona en la que cohabitan los pueblos hermanos y los hermanos enemigos. El judío es el hermano enemigo”.10 Ningún rasgo diferencial pertinente puede definirlo. Las diferencias alegadas son irrisorias; esta ausencia de rasgo distintivo hace en efecto del judío un “hombre sin cualidades”. Pero hay un resto que el filósofo no distingue: un real del nombre; el nombre del judío, designando un paria, el objeto de un fantasma: objeto a. Ese punto de vista es ampliamente desarrollado por François Regnault en estos términos: “El judío es el objeto a de Occidente”.11

Partiendo de la estructura del fantasma, S/◊ a, F. Regnault demuestra que Occidente, el cristianismo mantienen con el judío una relación de inclusión y de exclusión que no agota la agresividad del estadio del espejo: ya se trate del desconocimiento de sí mismo en el otro o que el afecto reenvíe al odio de sí, como a menudo dicen, con Sartre, a propósito del escritor fascista Pierre Drieu La Rochelle. Más allá del desgarro mortal del narcisismo, ese otro debe ser un desecho, un kakon, un objeto a. La relación de extimidad implica esta disimetría.

El filósofo está más cerca de lo real cuando señala la paradoja de un odio no motivado empíricamente como el del inferior por el superior, o del explotado, sino el odio inexplicable del superior por el inferior, “no porque uno es rico y poderoso sino porque es pobre y está solo”.12 Esa paradoja la desarrolla Hannah Arendt, poco dada a la exégesis de las pasiones, en relación al antisemitismo. El desclasamiento de los judíos durante el desmantelamiento del Estado nación, favorece el antisemitismo.13 Considerados primero en Alemania como explotadores y opresores, se convierten en parásitos: “La riqueza sin el poder y una reserva altanera sin influencia políticas son sentidas como privilegios de parásitos, inútiles e intolerables”.14 La fascinación por el judío, “la ambigua gloria” precede a las grandes masacres.15 H. Arendt descalifica la tesis del chivo expiatorio y de la víctima inocente con el pretexto de que se apunta a un modo de goce; más que un crimen como en el antisemitismo del siglo XIX, un vicio:

A cada crimen su castigo; un vicio sólo puede ser exterminado.16 La inclusión/exclusión de ese desecho hace que una sociedad que se había mostrado preparada estructuralmente para aceptar el crimen bajo la forma del vicio estaría rápidamente dispuesta a lavarse de su vicio acogiendo abiertamente criminales y cometiendo crímenes.17

La maldad divina

Esta tesis sociológica no tiene en cuenta las fuentes más oscuras que, Lacan recuerda, implican a ese Otro malo: la maldad divina. El “sentimiento antisemita” nace en esa zona sagrada, “casi prohibida, articulada allí mejor que en ninguna otra parte, y no sólo articulada sino viva, siempre presente en la vida de ese pueblo en la medida en que subsiste por sí mismo en la función que, a propósito del a, ya he articulado con un nombre –el nombre del resto”–.18 En ese fantasma, todas las fomas del objeto a son movilizadas para identificarlo en su modo de goce (la nada, el seno, el desecho, la mirada).19 La introducción del objeto a resuelve el enigma de una diferencia significante supuestamente imperceptible.

El odio racista, lo sabemos, se analiza pues a partir del fantasma y no del mero prejuicio.

Hay que implicar, en él, al cuerpo, la proximidad del cuerpo del otro como lo que hay de más concreto en el odio. Como en Spinoza, los afectos pasivos no son más que el efecto de un cuerpo sobre el nuestro.20 La uniformización contemporánea de los goces refuerza ese choque intrusivo, desnuda una segregación que no aparecía “cuando no nos mezclábamos”.21

En efecto, “el advenimiento de una sociedad de hermanos, acompañada del hedonismo feliz de una nueva religión del cuerpo”, como subraya Éric Laurent,22 se ve enfriado por las consecuencias que Lacan extrae: lo que “arraiga en el cuerpo, en la fraternidad del cuerpo, es el racismo”.23

Volvemos así al real hacia el que apunta el odio. La agresividad narcisista sigue dependiendo de lo imaginario del cuerpo despedazado: “Imágenes de castración, de eviración, de mutilación, de desmembramiento, de dislocación, de destripamiento, de devoración, de reventamiento del cuerpo”.24 Sin embargo, el odio va más lejos: apunta al goce incluido en el cuerpo a destruir. Es lo que Maupassant ilustra en su cuento San Antonio:25 un prusiano de la guerra de 1870, colocado por su oficial en casa de unos paisanos normandos, es alimentado más de lo que puede soportar, como un cerdo; cebado hasta lo insoportable, al final es desangrado a golpe de horca. La hostilidad que suscita como enemigo no es nada; de hecho es callado y buen chico; es necesario ese cebamiento para que cristalice ese odio feroz.

El odio persigue a su víctima más allá de la muerte. No es suficiente que quiera del otro “su envilecimiento, su pérdida, su extravío, su delirio, su negación total, su subversión”.26 En Kant con Sade, Lacan evoca una dimensión del odio en la que la víctima es perseguida más allá de la destrucción de su propio cuerpo: continúa más allá de la muerte en la eternidad. Más allá de su existencia, apunta a su ser. De ahí el tema del odio de Dios hacia su criatura. Ahí aún, Lacan toma prestado de Sade ese tema de una maldad que persigue a su objeto hasta el infierno. ¿Cuál es el sujeto de ese odio? ¿Dios mismo, o nosotros mismos, los hombres que odiamos a Dios?

Es lo que enmascara el inconsciente:

Se nos explica el infortunio de Cristo por la idea de salvar a los hombres, me parece más bien que se trataba de salvar a Dios, dando de nuevo un poco de presencia, de actualidad a ese odio a Dios respecto al cual, con razón, nos mostramos un poco remolones.27

Sobre ese sujeto del odio, Lacan añade que:

Estamos tan sofocados por esto del odio que nadie se percata de que un odio, un odio consistente, es algo que se dirige al ser, al ser mismo de alguien que no tiene por qué ser Dios.28

Amor, odio, ignorancia

El paradigma que constituye en psicoanálisis el odio paranoico, puede encontrar ahí los límites de su extensión. Es un odio implicado en el amor. Está incluso constituido por ese desconocimiento. En el caso de Aimée, el odio hacia la perseguidora reposa en esa estructura de desconocimiento. La intensidad del odio es relativa a ese desconocimiento de su amor por las actrices: “Esas perseguidoras, las ama, no son más que imágenes”.29 Después, lo que es rechazado y desplazado sobre las actrices es también un fantasma de infanticidio también desconocido: amor, odio e ignorancia forman un nudo más complejo que la transformación del amor en odio. Se trata de un falso amor completamente saturado por la pasión narcisista. Esto es aún más cierto del objeto malo (kakon) del esquizofrénico, para el que un odio puro, indialectizable con el amor, se reduce a la extracción en el semejante del objeto a. Cierto que “no se conoce amor sin odio”,30 si el amor se pretende sin límite: es el “odioenamoramiento”.31 En cambio, hay un odio puro que jamás se transformará en amor, pero que, por el contrario, puede proceder de él. Como para Spinoza, la intensidad del odio se enriquece con el antiguo amor en el que el deseo, indestructible, se había investido.32

Hemos dicho que el odio se dirige al ser, es decir, que continúa más allá de la existencia del objeto al que apunta. En el odio, el sujeto se iguala al ser del objeto a destruir. El ejemplo simple que toma Lacan es ilustrativo:

En una época en que tenía conserje, cuando vivía en la rue de la Pompe: aquel hombre nunca fallaba a una rata. Tenía por la rata un odio igual al ser de la rata.33

Lacan enuncia un vínculo entre el ser del sujeto y el odio: “(Más) odia, (más) es”.34 De hecho, sostiene que solo estamos seguros de nuestro ser cuando no pensamos.35 Si conjugamos las dos proposiciones, de la imbecilidad al odio, la consecuencia es buena. Es suficiente garantizar el ser no por el pensamiento sino por el goce: donde gozo, no pienso.

No necesitamos pensar para odiar, a condición de que el sentimiento de existir sea enteramente función del odio. Gilles Deleuze recuerda las últimas páginas de la Ética de Spinoza: “La mayoría de los hombres no se sienten existir más que cuando padecen. No soportan la existencia más que al padecer”.36 Dicho de otra forma: “Tan pronto como cesa de padecer, el ignorante cesa al mismo tiempo de ser”.37

A la inversa, H. Arendt sostiene en La banalidad del mal, que hay que empezar por pensar para ser capaz de odiar. Así, Eichmann no es un monstruo sino un engranaje pasivo de una máquina de muerte que hace objeción al pensamiento. ¿A pensar qué? En el otro, en el sufrimiento del otro. No hay afecto sin intersubjetividad, no hay intersubjetividad sin otro, y no hay otro sin pensamiento. Entonces no hay odio, si el otro no existe. Los filósofos, decididamente, tienen problemas con el odio.

Emmanuel Lévinas, ciertamente, por el contrario, en sus discusiones con Heidegger, invoca un pretendido “mal elemental” desencadenado por el nazismo en simpatía con el carácter totalitario de la ontología. El nazismo “se inscribe en la ontología del ser preocupado por el ser”.38 Sin dar demasiado crédito a esta lógica que hace preceder el mal radical de una preocupación por el ser, preferimos sacar las consecuencias más funestas de esa monstruosidad contemporánea que en un momento dado Lacan llamó: “Los ideales de nada”.39

1* Recientemente fallecido, Serge Cottet fue psicoanalista en París y Analista Miembro de la Escuela (AME) de la ECF y la AMP. Consternados aún por su desaparición publicamos este texto aquí con la autorización que nos dio unos meses antes y con la autorización también de la dirección de Horizon, la revista de l’Envers de París, en cuyo número 61 se publicó el original francés. La presente traducción es de Julia Gutiérrez.

Lacan, J., El Seminario, libro 1: Los escritos técnicos de Freud, Buenos Aires, Paidós, 1981, pág. 403.

2 Lacan J., El Seminario, libro 6: El deseo y su interpretación, Buenos Aires, Paidós, 2015, pág 140.

3 Freud S., “El malestar en la civilización”, Obras completas, vol. XXI, Buenos Aires, Amorrortu Editores, pág. 111.

4 Respecto a los diferentes genocidios del siglo XX llevados a cabo sobre “un grupo nacional, étnico, racial o religioso”, Cf. Hilberg, R., La destruction des Juifs d’Europa, tomo III, Paris, Folio/Gallimard, 2006, págs. 22-33. Obra traducida al español como La destrucción de los judíos europeos, Madrid, Akal, 2005.

5 Cf. Freud S., “Moisés y la religión monoteísta”, Obras completas, op. cit., vol. XXIII, págs. 87-88.

6 Ibid., pág. 87.

7 Jankélévitch, V., “L’innocence et la méchanceté”, Traité des vertus, tomo III, Paris, Champs Essai/Flamarion, 2011, pág. 120.

8 Ibid., pág. 126.

9 Ibid., pág. 140.

10 Jankélévitch, V., Quelque part dans l’inachevé, Paris, Gallimard, 1978, pág. 138.

11 Regnault, F., “Nuestro objeto a”, Virtualia nº 17, enero- febrero 2008. Disponible en: http://studylib.es/doc/7834132/17—virtualia—escuela-de-la-orientaci%C3%B3n-lacaniana

12 Jankélévitch, V., Le mal, Paris, Arthaud, 1947, págs .136-137.

13 Arendt, H., Sobre el antisemitismo. Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Grupo Santillana de Ediciones S. A., 1974, págs. 28-33.

14 Ibid., pág. 29.

15 Ibid., pág. 91.

16 Ibid., pág. 90.

17 Ibid., pág. 14.

18 Lacan J., El Seminario, libro 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006, pág. 238.

19 Regnault, F., “Nuestro objeto a”, op. cit.

20 Deleuze, G., Spinoza et le problème de l’expression, Paris, Les Éditions de Minuit, 1968, pág. 199. Traducción: Spinoza y el problema de la expresión, Barcelona, El Aleph, 1996.

21 Lacan, J., “Televisión”, Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 560.

22 Laurent, É., “El racismo 2.0”, El Psicoanálisis, Revista de la ELP, nº 28, Madrid, 2016, pág. 27.

23 Lacan, J., El Seminario, libro 19: … o peor, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 231.

24 Lacan, J., “La agresividad en psicoanálisis”, Escritos, Buenos Aires, Paidós, 1971, pág. 97.

25 De Maupassant, G., “San Antonio”, Cuentos, Madrid, Página de Espuma, 2011.

26 Lacan, J., El Seminario, libro 1: Los escritos técnicos de Freud, op. cit., pág. 403. Citado por François Regnault, “Hais les joyeux”, Le diable probablement, Revue politique, nº 11, Paris, 2014, pág. 82.

27 Lacan, J., El Seminario, libro 20: Aún, Buenos Aires, Paidós, 1975, pág. 119.

28 Ibid., pág. 120.

29 Lacan, J., De la psicosis paranoica y sus relaciones con la personalidad, México, Siglo XXI Editores, 2000, pág. 397.

30 Lacan, J., El Seminario, libro 20: Aún, op. cit., pág. 110.

31 Ibid.

32 Cf. Spinoza, B., Ética, libro III, proposición 38.

33 Lacan, J., El Seminario, libro 20: Aún, op. cit., pág. 176.

34 Cf. Ibid., pág. 120.

35 Cf Lacan, J., El Seminario, libro 14: La lógica del fantasma, lección del 15 de febrero de 1967, inédito.

36 Deleuze, G., Spinoza y el problema de la expresión, op. cit.

37 Spinoza, B., Etica, op.cit., parte V, proposición 42.

38 Levinas, E., Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo, Argentina, FCE, 2001.

39 Lacan, J., “Funciones del psicoanálisis en criminología”, Escritos 1, México, Siglo XXI Editores, 1971, pág. 129.