Conferencia de Éric Laurent

Han tenido ocasión ya de tratar varios aspectos de la dialéctica cura/transferencia.* Me permito entonces la pregunta radical: “¿El psicoanálisis se cura de la transferencia?”. En el pequeño argumento de anuncio de esta conferencia, opuse dos concepciones sobre el destino de la transferencia en el curso de un análisis. Hay una versión del final del análisis según la cual la transferencia queda finalmente reducida a cero. La enseñanza de Lacan se opone a ello. Al final de la experiencia, la transferencia al psicoanálisis subsiste y, sin embargo, ha cambiado radicalmente. Es lo que Lacan llamó un “amor más digno”.1 Pasa por una lectura nueva del amor que se dirige al padre.

Para Lacan, la salida del análisis no es un retorno a un estado anterior, sino más bien una especie de sublimación de la transferencia, un pasaje del trabajo de la transferencia a la transferencia de trabajo. La Durcharbeitung de la transferencia en la experiencia lleva a una transferencia de trabajo con el psicoanálisis en tanto tal, sin el soporte del psicoanalista.

Después de Freud, el movimiento psicoanalítico constató el callejón sin salida de la transferencia en la roca de la castración. Vaciló entonces entre varias versiones del destino de la transferencia que, cada vez, comprometían fundamentalmente la concepción misma de la formación del psicoanalista y su inserción en el discurso psicoanalítico. Puesto que hablamos a la sombra augusta del Pozo de Moisés y del Calvario,2 se trata del ateísmo propio del psicoanálisis. ¿Cuál es la suerte, una vez atravesado el recorrido analítico, de esta creencia profunda y primera en el padre que está en el fundamento de la antropología freudiana, de la religión y del lazo social en su conjunto? Freud vio aparecer el fenómeno de la transferencia cuando renunció a la sugestión. Las diferentes prácticas terapéuticas siempre utilizaron la sugestión, desde las civilizaciones sin escritura hasta las nuestras, como medio terapéutico. En el siglo XIX, ella tomó la forma de sugestión hipnótica, puesta en primer plano, en la estela del movimiento romántico, de lo que era el reverso de las Luces, la Cubeta de Mesmer, los trucos de magia de Casanova y todos los aspectos ocultos que acompañaron a las Luces como su sombra. El romanticismo llevó esto a escena y nos encantó con la hipnosis.

Desde entonces, prosiguió con más fuerza, al lado del psicoanálisis. En la actualidad, vuelve a florecer con el atavío cientificista de lo cognitivo-conductual que ha vuelto a dar vigor al uso sugestivo de la promesa de eficacia: “No podemos permitirnos más el lujo de la libertad, las deudas soberanas de cada Estado son tan grandes que la eficacia es necesaria. Así que basta de divagar con la sugestión, ¡aquí tienen lo que deben hacer!”. Podríamos descifrar así el mensaje del amo moderno que agita en su mano una lista de mandamientos.

Con Freud, fundamento de la transferencia

El gesto inaugural de Freud consistió en soltar amarras con el fin de no dejarse arrastrar por la sugestión. ¿Qué vio aparecer? Pasiones. Pasiones que –con un enamoramiento particular y la aversión que le acompaña– tocan al operador, es decir, a aquél que se pone en el lugar de ser el objetivo del sufrimiento y la demanda que lo acompaña. Freud constató que este vínculo, que permite la operación, deviene en sí mismo un obstáculo. Estos sentimientos –este amor, este odio– vienen a hacer obstáculo en la relación del analizante con el saber que revela el inconsciente. En el momento en que Freud renuncia a la sugestión, escribe, después del deceso de su padre, su autoanálisis –un autoanálisis a dos–. Dirige sus cartas, resultado de este análisis, a su amigo Wilhelm Fliess quien, por su posición respecto al saber, daba a Freud la idea de que lo sabía todo. Esto sirvió mucho a Freud que se atrevió entonces a contarle lo que le pasaba por la cabeza. Al final de este movimiento de autoanálisis a dos, Freud subrayó que la transferencia –ese movimiento que se produce y se transfiere al analista– repite lo que sucedió con el padre respecto a la relación con la madre. Del mismo modo que la transferencia es a la vez medio y obstáculo, el vínculo con el padre es amor y odio, porque el padre prohíbe el goce que haría falta, el del incesto. Y es quien debe ser asesinado.

Freud mantendrá esta extraña elucubración hasta el final, precisamente en su Moisés donde, como pone de relieve Lacan, el judío Freud sitúa a Moisés y su asesinato como un precursor de Cristo.

Hacía falta la lógica. En efecto, hay un camino lógico en la cura que liga el descubrimiento de la repetición por parte del sujeto con sus sentimientos respecto a su padre, luego su generalización antropológica: primero con Tótem y Tabú y finalmente con Moisés y el monoteísmo. Son textos heterogéneos, heteróclitos que testimonian de las reestructuraciones del pensamiento de Freud respecto al fundamento de la transferencia y su destino. Tótem y Tabú, ficción darwiniana, tiene también acentos muy hobbesianos. El contrato social freudiano permite librarse de la angustia al precio de renunciar a repetir el asesinato del padre. El primer tiempo de la ficción freudiana es hacer del asesinato original el momento del contrato. El primer contrato se hace entonces sobre un asesinato. En toda fundación humana, hay un asesinato oculto. Georges Bataille retomó esta ficción modificándola para conmover la época sobre la que pensaba. Proponía construir una sociedad humana tal que el asesinato se produjera a cielo abierto, fundante como tal, y que fuera el de una mujer.

En un segundo tiempo, para Freud, después del asesinato, se produce la horda, o la masa. El lazo orgánico entre la ley y el crimen no permite a Freud pensar que el discurso del amo, el carisma del líder, pueda fundar una fuente apacible de autoridad –el asesinato originario no parece poder reabsorberse en las reglas de la civilización–. La pulsión de muerte freudiana se concibe como un estado de naturaleza que amenaza sin cesar. En el seno mismo del contrato se encuentra el terror fundante que hacía reinar al padre de la horda en el estado original. “El conductor de la masa sigue siendo el temido padre primordial; la masa quiere siempre ser gobernada por un poder irrestricto”.3

Reencontramos esta apuesta en las reflexiones contemporáneas que defienden sustituir a los tiranos que gozaron de manera irrestricta –magníficamente encarnados en Gadafi y los relatos de sus goces. La pregunta que surge es con qué lo reemplazará la democracia; ella vela un resto no representado en su mismo seno que se emplea en reabsorber el exceso. La reflexión freudiana es siempre muy pertinente para captar cuál es el objeto de pensamiento requerido.

En 1921, después de haber reformulado la segunda tópica que da todo su lugar al superyó, Freud retoma la cuestión de las masas y del padre. Hace del mecanismo de la identificación el centro de la cuestión política y de la vida psíquica. El embastado de los mecanismos identificatorios por parte del líder permite producir el nuevo lazo social a partir de masas no-organizadas, lo que Jean-Paul Sartre llamaba “el grupo en fusión”. Después del surgimiento de un líder, se produce un punto de basta que permite una conversión hacia una masa organizada. Freud tenía como modelo las revueltas obreras que escandían la vida política de su siglo y las reflexiones de los sociólogos franceses contemporáneos sobre las revueltas. Las revoluciones francesas de 1830, 1848 y 1852, fueron también acontecimientos constitutivos a pensar. Víctor Hugo y Flaubert tomaron las cosas de otro modo. La sociología naciente de la época –Tarde lo hace a su manera– designa mecanismos de revueltas sin líder reconocible, donde sin embargo la masa se comporta como Una. Esto es típicamente lo que Sartre quiso repensar con el término “grupo en fusión”. Freud demuestra cómo estos fenómenos salen a la luz a partir de la organización de la transferencia y del amor en las masas organizadas. No obstante, él no conoció los problemas del partido totalitario por un lado y las burocracias por otro.

El amor al padre y las tentativas de prescindir de él

A lo largo del siglo XX, tuvimos la experiencia de una doble corriente: el reforzamiento del amor por el padre en las masas organizadas –tipo Stalin, el padrecito de los pueblos– y, al contrario, la tentativa de prescindir de él, por ejemplo, en las experiencias del pedagogo Makarenko. El siglo también dio lugar a una experiencia del socialismo igualitario a nivel de pequeñas comunidades que fueron más tarde trasladadas a la utopía socialista de Israel, en forma de kibutz. Luego, la reanudación de estas diversas experiencias en los sesenta y setenta, en el corazón de las utopías americanas y europeas.

En 1970, Lacan escribió una especie de balance pos-sesentayochista, en Televisión,4 e incluso con mayor claridad en su Nota sobre el niño.5 Allí constata que el resultado de estas utopías es un fracaso. Las tentativas del siglo XX para prescindir del padre, si bien lo limitaron, tropiezan con una figura irreductible del lugar del padre y de la madre.

En el siglo XXI siempre existen experiencias comunitarias utópicas, pero en la época de la humanidad globalizada, éstas intentan establecer nuevas ficciones para acoger formas posibles de lazos sexuados entre sujetos. El derecho, por ejemplo, busca acoger todas las nuevas formas de familia; la ciencia se esfuerza en redefinir al padre y su función reduciéndolo al real del esperma lo que permite una alianza con el mercado global. Esta alianza hace del padre una especie de objeto de intercambio como cualquier otro. Durante mucho tiempo, Francia intentó preservar un Nombre del Padre autónomo, por ejemplo, manteniendo la necesidad del anonimato del donante de esperma con el fin de constituir el Nombre del Padre sobre una pura ficción jurídica desconectada del donante efectivo. Eso no se sostuvo –no era más que una maniobra de retraso dado el avance de la ciencia genética–. A partir del momento en el que el dato genético se volvió crucial, pareció una locura privar a alguien de saber sobre la propia genética.

En Estados Unidos, el protestantismo, por un lado, y la alianza entre la ciencia y el mercado, por otro, han acabado con esta ficción en menos tiempo. Allí el esperma se vende ahora en los supermercados donde las damas hacen sus compras y clubes femeninos evalúan las comprobaciones de las que fue objeto, la frescura del producto y la tasa de éxito. También es posible racionalizar la producción de niños de modo más eficaz que con métodos artesanales.

Borrado del padre real

Más allá de estas tentativas para desembarazarse del padre, más allá de las tentativas comunitarias del siglo XX, sigue siendo difícil deshacerse del sentimiento amoroso hacia el padre. La deconstrucción lacaniana del padre freudiano procede de otro modo que por la evolución de las costumbres de la civilización. Procede lógicamente, primero mediante una distribución de este padre tan compacto en tres dimensiones: real, simbólico e imaginario. Al final del seminario La ética del psicoanálisis, Lacan comenta el mito freudiano de Tótem y tabú que supone, en el origen, al padre totémico agente de la castración. Cuando aparece la amenaza de castración produce un sujeto tomado en una nueva relación con el padre, que deviene imaginario. En este contexto, el padre no aparece ya como universal. Deviene el padre de ese niño, ese niño insuficiente que soy. Cito a Lacan en La ética del psicoanálisis: “Ese padre real y mítico no se borra al declinar el Edipo tras […] el padre imaginario, el padre que a él, el chiquillo, le hizo tanto mal”.6 Cuando Lacan dice: “Ese padre real y mítico”, ¡es extraño! Se esperaría más bien al “padre simbólico y mítico”. “El padre real y mítico” es del mismo registro que la formulación: “Los dioses pertenecen a lo real”.7 Dios tiene un pie en lo simbólico pero siempre tiene el otro en lo real. Y Lacan se sirve de la distinción promovida por Pascal entre, por un lado, el “Dios de los filósofos y los sabios” y, por otro, el “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”.

El Dios de los filósofos y los sabios es un dios tranquilo que calcula todo, arquitecto del universo, el de los francmasones y el Iluminismo del siglo XVIII. Especie de Papá Noel que calcula serenamente y asegura el mejor de los mundos, el optimismo, la fe en el porvenir, el jesuitismo, es decir, ¡la idea de que la humanidad va en la buena dirección! Y, luego, está el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el que grita, exige y provoca catástrofes para castigar al pueblo de Israel. Los Profetas –que vemos alrededor del Calvario del Pozo de Moisés– parecen muy gentiles, muy sabios, muy viejos, con sus largas barbas. Pero gritaban todo el tiempo, recordaban sin cesar a la humanidad su estado lamentable, el carácter insensato de las iniquidades de gobierno, y sacaban la conclusión de que el pueblo iba a la ruina. ¡Los profetas son infernales! Recuerdan permanentemente que todo está mal hecho.

Cuando Lacan subraya que la lógica de Tótem y tabú es la de un borrado del padre real ante el padre imaginario, propone pasar de la exaltación del mito a la expresión de algo que está mal hecho: “¿Acaso no es alrededor de la experiencia de la privación que realiza el niño pequeño –no tanto porque es pequeño sino porque es hombre–, no es acaso alrededor de lo que para él es privación, que se fomenta y se forja el duelo del padre imaginario, es decir, de un padre que fuese verdaderamente alguien? El perpetuo reproche que nace entonces, de manera más o menos definitiva y bien formada según los casos, sigue siendo fundamental en la estructura del sujeto. Ese padre imaginario, y no el padre real, es el fundamento de la imagen providencial de Dios”.8

Lacan complejiza la ficción freudiana instalando un lazo que permite ir del complejo de Edipo a Moisés y el monoteísmo, pasando por Tótem y tabú y el padre de la horda. A partir de allí, subsisten juntos el padre simbólico –Nombre del Padre y padre del amor– y el padre imaginario –padre del odio y del reproche–. El odio es a la vez odio de sí, siendo cada uno siempre más o menos fallido y estando privado de ser, y odio al padre por haberle devuelto así a su miserable particularidad. El sujeto pasará su vida tratando de separarse respecto a todo lo que odia de él. Es lo que Lacan llamará kakon, objeto malo. Esta expulsión puede llegar hasta la mutilación, en particular en la psicosis. Este elemento será ocasión, para Lacan, de una relectura del sacrificio de Abraham, el akedah tal como se llama en las tradiciones cristiana y judía. Cuando Lacan lee el sacrificio de Isaac, antes del momento de la alianza y el sacrificio, concibe al padre como un padre-tótem. En la Biblia, en efecto, el padre es el carnero. Lacan se sirve de modo sorprendente de un dicho del rabino Rachi:9 “El carnero es el esperma de la descendencia de Abraham”. Es de entrada el nombre divino.

El sacrificio mismo hace pasar desde el registro del nombre totémico universal a un Nombre del Padre que viene a funcionar de modo particular. El tótem, padre-carnero, es la identificación a la descendencia animal sin fin, a la reproducción de la vida, mientras que el sacrificio de Abraham supone un nombre que solo se sostiene por la eficacia de su decir. Opera a partir de la particularidad de una relación mediante la intervención del Ángel. El Ángel es el poder de la palabra misma que dice “no” al linaje totémico ideal. En el momento en que Abraham, que obedece la orden divina –según cree– sacrificando a Isaac para inscribirse él mismo en la filiación del dios-tótem, un ángel particular viene y le dice: “¡Detente!”. Es la intervención de Dios en el mundo a través de la palabra del Ángel. En ese sentido, dice Lacan, quien es sacrificado no es el hijo sino el padre-tótem, que no se sostenía de un decir particular. La operación produce un resto, un trozo de carnero subsiste: su cuerno se transforma en instrumento ritual del shofar, al que se hace resonar en Yom Kippur. Es el resto de la operación de sustitución.

La descendencia de Abraham no tiene ya nada de animal, la ruptura con la naturaleza está consumada. Esta descendencia está en adelante vinculada a un acto de palabra, la transmisión de la bendición la cual hace que el padre transmita a su hijo la eficacia de un decir en su particularidad. Esta alianza necesita cortar un trozo de cuerpo, arrancarle algo, mutilarlo. La circuncisión vendrá a recubrir el objeto del odio de sí, objeto que hay que encarnar separándose de él. La operación religiosa de la alianza misma vela el objeto fundamental, el objeto malo, mediante el objeto de la castración como alianza, como rito.

Père-versions

La lectura que hace Lacan del akedah está en el corazón del Seminario inexistente, el que habría podido hacer sobre los Nombres del Padre, del cual dio una primera lección antes de detenerse. Esta lección es central porque Lacan hace jugar a este sacrificio la función de una tensión máxima entre el Todo, el universal de lo que será una filiación anterior a la palabra, y la particularidad de lo que tiene lugar. En esta Introducción a los Nombres del Padre –Jacques-Alain Miller publicó la lección con este título– subraya que ese sacrificio del akedah, por su dispositivo y su estructura, se opone a toda superación de la tensión directa entre lo particular y lo universal mediante la dialéctica hegeliana de la historia, esta dialéctica que tiene como objetivo colmar esta falla mostrando cómo el universal puede llegar a particularizarse por la vía de la Aufhebung.

El desarrollo de una situación mediante la producción de su contrario –la tesis, la antítesis, luego la síntesis que redescompone el conjunto– permite finalmente que toda particularidad se reabsorba en el saber absoluto. Lacan entonces rompe claramente con las ataduras hegelianas que tenía desde su encuentro con Kojève. Por el contrario, encuentra el movimiento anti-hegeliano de Walter Benjamin y los filósofos de tradición judía alemana en desacuerdo con la noción hegeliana de la Historia, su manifestación y su encarnación en el marxismo contemporáneo que era su horizonte.

La liberación del Todo nos permite considerar la particularidad de nuestra existencia como tal. Lacan se sirve de este apoyo para repensar el universal freudiano del padre a partir de la particularidad. Lo hará ayudándose de la lógica, de la función, tal como la había utilizado primero para pensar el falo. Se había servido, en efecto, de la escritura y de la función f(x) para pensar primero Φ(x). En relación a las definiciones esenciales, la función tiene la gran ventaja de reducir el Todo a un cuantificador. La lógica no necesita una definición para el conjunto. Esto se revela crucial para la noción de función infinita. A partir del momento en que hay que vérselas con las funciones infinitas no se sabe qué ocurre. No hay medio alguno de tener “el conjunto” del dominio de la función. Solo se pueden definir dominios de aplicación particulares, no teniendo el conjunto esencia alguna.

Retomar al padre a partir de una función lógica presenta la gran ventaja de no considerarlo más del lado de su esencia, sino de valorar cómo cada padre hace fracasar su universal, es decir, el modo en que la prohibición fracasa mientras autoriza un tipo de goce.

En cuanto a Freud, él lo pasaba por un montaje complejo, puesto que hacía mantenerse juntos al padre que prohíbe el goce de la madre y al que humaniza al hijo diciéndole: “Un día podrás, tú también, tener acceso a una mujer. Hay una garantía de ello: yo ya lo he hecho”.

Este montaje freudiano supone una promesa, un porvenir, un “más tarde podrás”, que constituye todas las paradojas de la función fálica y supone un tiempo de latencia. La función no necesita una “esencia” del padre, sino solamente modelos, valores uno por uno, versiones efectivas del padre. Es un primer modo de entender este término de “versión del padre”: no más necesidad de un universal, hay versiones del padre [père-versions]. Este desvío de la categoría clínica de la perversión permite hacer confluir una versión del padre y la autorización de un goce particular, el del pecado del padre.

Un padre no tiene derecho al respeto… 

Lacan da seguidamente un paso suplementario al dar una versión del amor del padre que no se refiere ya a la prohibición universal del incesto –es decir, al padre como agente de la prohibición–, sino a la particularidad de la pareja formada con una mujer objeto de su deseo. En R.S.I., en la lección del 21 de enero de 1975, pronuncia esta frase: “Un padre no tiene derecho al respeto, si no al amor, más que si dicho amor, dicho respeto –todo esto refuerza esta dimensión del decir– está perversamente [père-versement] orientado, es decir, si hace de una mujer el objeto a que causa su deseo. Pero lo que una mujer a-coge así no tiene nada que ver con la cuestión. De lo que ella se ocupa, es de otros objetos a que son los niños”.10

El quiasma que define a la pareja no es ya la metáfora paterna. En un seminario reciente sobre el Seminario 5: Las formaciones del inconsciente, J.-A. Miller comenta justamente que la metáfora paterna funciona a condición de hacer de la madre un significante. Ahora bien, la madre, en la enseñanza de Lacan, fue concebida primero como un continente imaginario, el lugar de todas las satisfacciones. J.-A. Miller mostró que, en este seminario, Lacan se sirve del Fort-Da freudiano para transformar a la madre en significante. Indica que es una estructura fundamental que transforma el juego de la bobina en juego con la madre que desaparece y es transformada en significante. En R.S.I., Lacan no la considera como significante, sino como la que se ocupa de sus objetos a, los niños. Contrariamente a la concepción del Nombre del Padre que opera sobre el Deseo de la Madre, el padre, en R.S.I., no puede operar sobre los niños más que ocupándose de una mujer. Más allá de su función de padre, es preciso que haga de una mujer el objeto causa de su deseo.

A esta mujer, se trata de transformarla, no ya en significante, sino en objeto a, con el fin de que se inscriba de cierto modo en su fantasma. Asimismo, debemos considerar la relación de la madre con sus objetos a, M ◊ a.

Pasiones madre/niño

Demos su dimensión al escándalo de esta proposición de R.S.I. Es probable que el hombre tenga un cierto número de pequeños a, de objetos causa de su deseo. Si avanzamos en esta reflexión, se obtiene la estructura fetichista del amor masculino en el cual lo que causa su deseo se convierte en lo que reemplaza al falo materno. Así es como se forman los pequeños fetiches que industrializan el sexo del lado hombre, desde los fetiches particulares no reproducibles hasta los reproducibles que inundan la industria de la moda, de la costura, etc.

Pero una mujer debe encarnar un objeto particular. Entrecruzamiento pues de la perversión lado hombre y de la perversión materna. Lacan pudo decir en otra parte: “No hay perversión femenina propiamente dicha, porque ellas tienen niños”. En la Nota sobre el niño,11 Lacan da una versión más soft: para una mujer, su objeto a “aparece en lo real”, de ahí las pasiones, dice, de la madre. Basta que el niño venga al mundo con una privación fundamental –no solamente una privación de ser, como todo el mundo– sino una privación como una enfermedad decisiva o un defecto congénito, para que la madre se ate a él de manera absoluta, encontrando así la justificación de su existencia en este objeto real. Esta versión da cuenta de cierto número de fenómenos que observamos y que difícilmente se pueden situar en una patología particular. No es simple reducirlos a las categorías de neurosis, psicosis o perversión. Estas relaciones pasionales y apasionadas que ligan a la madre y el niño son difíciles de captar.

En la formulación de la metáfora paterna, se trata de la relación del niño con la madre mientras que, allí, es con la mujer. Eso introduce una pregunta: ¿el niño tiene, o no, una relación directa con la posición femenina de su madre? Es preciso responder que sí, porque tenemos pruebas clínicas de ello en un conjunto de fenómenos vinculados a las fijaciones precoces de la sexuación infantil.

Cuando los sujetos transexuales presentan una fijación captable al año y medio, y se confirma a los dos años y medio para mantenerse luego toda la vida, eso supone efectivamente una percepción por parte del niño de la madre en tanto que mujer, más allá de la cuestión fálica. Solo la posición transexual da cuenta de ello. Hay también los travestismos fijados precozmente que resisten luego a todo desplazamiento. Otras fijaciones, en cambio, tomadas en la dialéctica fálica, pueden mostrarse menos apremiantes para el sujeto. Algunas se imponen verdaderamente como tales. La clínica vacila ahora en considerar estas fijaciones como patológicas porque, a menos que haya una demanda subjetiva, no se puede hacer otra cosa que reconocerlas como tales.

Desde los años setenta, se ha pasado de reconocer el transexualismo como operación simbólica a considerar las sexualidades minoritarias como un derecho. Eso no quita que sea necesario continuar investigando la relación entre lo que es del orden de la metáfora –que supone el valor fálico– y esta formulación a partir de R.S.I., propia de la ultimísima enseñanza de Lacan. Es por completo en tanto que objeto a que se constituye el ajointement, el quiasma, el nudo, entre la posición de uno y de otro.

El camino que nos abre el pasaje de lo universal a la particularidad nos permite captar mejor las variedades en la clínica del niño, pero también la función y el desplazamiento del Nombre del Padre en lo que se llaman las “familias recompuestas”. Es más complicado aprehenderlo con el universal edípico que con los instrumentos de la última enseñanza que permiten cernir mejor lo que está en juego para la disposición subjetiva.

El ateísmo psicoanalítico: Dios, una mujer 

Esta reformulación tiene grandes consecuencias desde el punto de vista de lo que Lacan llama “el ateísmo psicoanalítico”. En 1975, en Yale, hace una formulación asombrosa y difícil de interpretar: “El ateísmo es la enfermedad de la creencia en Dios. Es la creencia de que Dios no interviene en el mundo. Dios interviene todo el tiempo, por ejemplo, bajo la forma de una mujer”.12 Si uno no ha sido trabajado por la cuestión del akedah, no se comprende con claridad esta proposición. Lacan no da de ella una versión angélica: no es un ángel quien interviene aquí, es una mujer. Los hombres tienden a creerse “hombre”, debido a la estructura fetichista del amor en ellos. Pueden así pensar que pertenecen a la especie “hombre”, con la causa de su deseo en su bolsillo (por ejemplo, para los fetichistas del pie, ¡si la dama lleva verdaderamente un zapato Louboutin o un Manolo Blahnick!). Lacan propone pasarlo más bien por la particularidad del otro: “Dios interviene todo el tiempo […] bajo la forma de una mujer”. Había que explicar previamente el pasaje de lo universal a lo particular –por una palabra dada que permitía sacar a los hombres de su sueño de pertenecer a la especie “hombre”– para tener acceso a una particularidad de goce. Ese es el reverso del deseo de ser un hombre como todos los demás. Esa es la creencia delirante sartreana, tan noble, en la especie humana. Lacan considera que una mujer interviene con su singularidad para que un hombre tenga acceso a un goce particular. Entonces, ¿por qué decir que se trata de la intervención de Dios? Primero, porque está el akedah, es preciso que Dios hable. También debido a la idea de que los dioses dan acceso al goce.

En la Antigüedad, cuando el Gran Pan murió –en el momento de las grandes constituciones de monarquías helenísticas donde se mezclaban poblaciones de toda clase– la religión que mejor funcionó fue la de Dioniso. Cuando el hombre está ebrio, tiene la idea de que se manifiesta un dios en él. Un goce lo sobrepasa, distinto que el goce fálico, otra presencia. La religión de Dioniso conquistó todo el perímetro de la cuenca mediterránea. En todas partes los vestigios mosaicos son relativos a Dioniso, no solo en Pompeya, también en Túnez, Turquía, Israel y Siria. Dioniso sedujo a los hombres y a las mujeres mediante esta presencia de un dios que da acceso a un goce. De allí que, cuando una mujer le da acceso a una particularidad de este tipo, los hombres creen en eso: “Una mujer en la vida del hombre es algo en lo que él cree. Cree que hay una, algunas veces dos o tres, y ahí desde luego está lo interesante. No puede creer solo en una. Cree en una especie”.13 “Pero allí nos cegamos. Ese ‘creerle’ [la croire] sirve de tapón al ‘creer en eso’ [y croire] –lo que puede ponerse en cuestión–. Creer que hay Una, Dios sabe adónde los arrastra –eso los arrastra hasta creer que hay La mujer, creencia que es falaz”–.14

Lado hombre efectivamente, tan pronto como encuentra una mujer en su particularidad, se ponen a funcionar mecanismos centrífugos al deseo humano. Si hay allí una, ¿entonces quizás dos? Todo el mundo puede equivocarse. Una vez, dos veces, ¿tal vez tres? La serie comienza en tres, el que comenzó a creer en tres, pasa a cuatro, incluso a la conquista apasionada del donjuanismo, más o menos compulsivo según el caso.

Vía de salida y contingencia del amor

La particularidad de la relación con el amor, tal y como Lacan la define, tiene consecuencias sobre la transferencia y su salida. La puesta en cuestión del universal del padre freudiano introduce una ruptura con la lógica de los mitos freudianos o el darwinismo. Durante el primer momento freudiano tal como Lacan lo aísla, el padre imaginario está separado del padre universal, aunque la creencia se mantenga. Podría decirse así: “Mi padre me hizo mal y veo a mi alrededor que todo el mundo está mal hecho, sin embargo sería posible que hubiera un padre que pudiese hacerlo bien”. En los fantasmas de la nueva humanidad –el nuevo hombre del socialismo por ejemplo, Stalin, o Pol Pot– eso suponía matar a muchísimos “mal hechos”, condición necesaria para pensar luego en una humanidad regenerada. El nuevo Adán, figura del nuevo hombre, cree en el nuevo padre: el padrecito de los pueblos que lo dio a luz en el dolor.

Persiste otra creencia que concierne a La mujer. ¿Es posible renunciar a ella? Esto es lo que interroga la última enseñanza de Lacan. Si el acceso a un goce pasa por el hecho de que el hombre cree a una mujer, eso reduce el operador “creencia” a experimentar un modo de goce particular. ¿Es posible sin embargo separarse de la creencia en la especie-hombre o en la especie-mujer? ¿Es posible para un hombre gozar de una mujer sin contarse historias? ¿Y para una mujer? Ese es todo el asunto. En el destino de la transferencia apoyada en la creencia en el amor, concebido como universal al principio del análisis, luego cada vez más particularizado a medida que éste avanza, se trata, al final de la experiencia, de captar cómo el goce aislado en el fantasma puede condescender al amor.

El análisis no tiene una salida cínica: “¡He aquí mi goce! Lo conozco, me lo meto en el bolsillo y salgo al mundo, denunciando todos los semblantes”. ¡No es esto en absoluto! Es precisamente ahí donde la posición femenina puede esclarecer la posición masculina y las condiciones de una salida. Ella permite concebir un amor cuyo estilo no es fetichista sino erotómano. ¿Qué quiere decir eso? Lacan comentó la tesis de Simone de Beauvoir quien, tomando apoyo en Sartre, proponía concebir a las mujeres sin esencia, pero con una existencia. Privadas de esencia, no saben lo que son. Son pues los hombres quienes, desde el comienzo de la historia, hablan de ellas, les echan reglas encima, velos, trastos, cosas… En resumen, intentan definirlas.

Simone de Beauvoir consideraba en su utopía personal que la historia iba a reconciliar a las mujeres consigo mismas dándoles la palabra. Ella misma era líder de una generación que recuperaba la generación de los años veinte y los avances que se habían hecho en aquel momento. Las mujeres iban a tomar la palabra y definirse a sí mismas, poniendo fin a siglos de inexistencia de la posición femenina mediante la mujer agente de su discurso. Resumo aquí El segundo sexo que, por otra parte, termina con una serie de posiciones posibles: la enamorada, la mística, la sacrificada, tres posturas que Lacan retomará dando su versión del amor, la mística, y de la posición del llamado masoquismo femenino. Lacan sale así de la posición hegeliana a través de la historia: cualquiera sea el efecto de la posición de las mujeres que se vuelvan agentes de ellas mismas –tomando la palabra, asegurando la igualdad de derechos, la igualdad de expresión, la del derecho de acceso a los elementos de la civilización–, eso no quita el hecho de que Dios intervenga en la vida, no por medio de la voz de los ángeles, sino por la de las mujeres. Se trata ahí de un punto de estructura.

El amor femenino, en su versión erotomaníaca, está centrado en un “no sé quién soy, háblame de mí”, que no designa la imposición por parte de la historia de la inexistencia femenina, sino lo que los hombres están encargados de remediar. Es preciso que una palabra dé acceso al goce particular de una mujer que, como dice Lacan, se vuelve Otra para sí misma por mediación del hombre. En este devenir “Otra para sí misma” coexiste el devenir en el sentido de una inscripción en el lugar del Otro, y el goce femenino Otro, que no tiene el mismo resorte que el goce fálico, porque esconde un carácter de éxtasis, no localizado en el órgano.

La vía de salida del análisis no es ni cínica ni fetichista, incluso para el hombre, si nos apoyamos justamente en este punto donde hombre y mujer encuentran en sus diferentes posiciones la contingencia del amor, a la vez por el lazo a la pulsión en el hombre y por esta doble inscripción, como Otro y como Otra para sí misma, del lado femenino.

La transferencia reducida a cero pudo concebirse durante un tiempo como la creencia según la cual bastaba atravesar la pantalla de los ideales para ser liberado del amor. Lo que queda al final de un análisis y debe ser acogido en su particularidad –para lo que sirve el Pase– es el saber del sujeto relativo al partenaire que tiene posibilidad de responder. Del lado femenino, es más evidente, pero del lado masculino, es una oportunidad que se abre y que recubre la contingencia del amor de transferencia a la salida de la experiencia psicoanalítica.

Éric Laurent. AME, ECF. Psicoanalista en París.

ericlaurent@lacanian.net

 

1* Conferencia impartida el 26 de noviembre de 2011 en la Antenne Clinique de Dijon. Establecida y publicada en francés en la web de Uforca: https://www.lacan-universite.fr. Publicada aquí con la autorización del autor. Traducción de Margarita Álvarez.

Lacan, J., “Nota italiana”, Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 331.

2 Monumento situado en Dijon, en el recinto del CHS La Chartreuse, realizado entre 1395 y 1405 por el escultor Claus Sluter. El Pozo de Moisés es de hecho el zócalo de un calvario monumental desaparecido a finales del siglo XVIII.

3 Freud, S., “Psicología de las masas y análisis del yo”, Obras completas, vol. XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, Editores, 1984, pág. 121.

4 Lacan, J., “Televisión”, Otros Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 535.

5 Lacan, J., “Nota sobre el niño”, Otros Escritos, op. cit., pág. 393.

6 Lacan, J., El Seminario, libro 7: La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1992, pág. 366.

7 Lacan, J., El Seminario, libro 8: La transferencia, Buenos Aires, Paidós, 2003, pág. 58.

8 Lacan, J., El Seminario, libro 7: La ética del psicoanálisis, op. cit., págs. 366-367.

9 Rabino del siglo XI, uno de los primeros en dar una edición puntuada de la Biblia. Vivió en Troyes donde se puede ver todavía una sinagoga del siglo XI.

10 Lacan, J., “Le Séminaire de Jacques Lacan: R.S.I., clase del 21 de enero de 1975”, Ornicar ? n° 3, Paris, Mai 1975, pág. 107.

11 Lacan, J., “Nota sobre el niño”, Otros Escritos, op. cit.

12 Lacan, J., “Conférences et entretiens dans les universités américaines“, Scilicet n° 6/7, Paris, Seuil, 1976, pág. 34.

13 Lacan, J., “Le Séminaire de Jacques Lacan: R.S.I., clase del 21 de enero de 1975”, op. cit., pág. 109.

14 Ibid., pág. 110