Texto de Jorge Sosa

En el núcleo de la neurosis del adulto Freud se encontró con la neurosis infantil, es decir, con la manera en que el sujeto se las arregló en su infancia para tratar el encuentro traumático con el deseo del Otro y con el goce. Este descubrimiento abrió el camino al psicoanálisis con niños, el cual no es una especialidad pero sí tiene sus particularidades, ya que la infancia es a la vez un tiempo de desarrollo del individuo biológico y un tiempo de elaboración, por parte del ser hablante, de un saber sobre el sexo. Este saber será puesto a prueba como medio de goce en la adolescencia y la edad adulta.

Como estructura, la neurosis implica la simbolización por parte del sujeto de un “menos” de goce al que llamamos “castración” y que, más allá de los fantasmas imaginarios, consiste en la afirmación de una falta al nivel del ser: No “ser” el falo como condición para poder “tenerlo”, no ser el objeto que completa al Otro en su goce para poder tener un cuerpo como instrumento de goce en el encuentro sexual. Este tratamiento del goce por medio del falo y de la identificación sexual es la manera en que el sujeto neurótico inscribe y vela al mismo tiempo el trauma del encuentro con el deseo del Otro y con el goce del cuerpo en tanto “Otro”, separado e irreductible a la imagen narcisista.

En su Conferencia de Ginebra, Lacan se refiere a este punto en los siguientes términos: “Solo hay necesidad de saber que en ciertos seres, así llamados, el encuentro con su propia erección no es autoerótico en lo más mínimo. Es de lo más hétero que hay. Se dicen -¿Pero qué es eso? Y se lo dicen tan bien, que el pobre Juanito sólo piensa en ese eso -lo encarna en objetos que son francamente externos, a saber en ese caballo que piafa, que da coces […]. Ese caballo que va y viene […] es totalmente lo más ejemplar para él de aquello que tiene que enfrentar y sobre lo cual no entiende nada, sin duda gracias al hecho de que tiene cierto tipo de madre y cierto tipo de padre. Su síntoma es la expresión, la significación de ese rechazo. […] El goce que resulta de ese Wiwimacher le es ajeno hasta el punto de estar en el principio de su fobia”.[1]

Si tiene sentido hablar hoy de la neurosis infantil, como un tiempo en que el sujeto elabora un saber que le servirá como medio de goce, es porque actualmente los niños se ven confrontados a una cultura en la que ese tiempo para comprender es omitido. La concepción de la infancia que predomina es la de un período en que el sujeto debe ser formateado mediante técnicas cada vez más elaboradas y sus síntomas (tomados uno por uno como simples trastornos) suprimidos o corregidos mediante tratamientos reeducativos y medicación.

Lo que voy a intentar desarrollar ahora se refiere básicamente a mi trabajo con niños en un Centro de Salud Mental Infantil y Juvenil ubicado en un barrio obrero de Barcelona, un barrio con una importante presencia de población inmigrante. Se trata de una mirada parcial pero que permite captar algunos fenómenos sobresalientes de nuestra época.

En primer lugar, un cambio importante en el papel de la familia respecto a lo que Lacan llamó “la transmisión de un deseo que no sea anónimo”.[2] Comprobamos en efecto que a medida que el Estado ha ido asumiendo cada vez más competencias en la atención de la infancia (en los ámbitos educativo, sanitario y social) se ha producido una retirada por parte de la familia, que dimite o no se siente autorizada en su función de responder a los interrogantes que les plantean sus hijos con sus síntomas. Este movimiento responde seguramente a un desplazamiento del lugar del saber en nuestra civilización, a la paulatina desvalorización de la tradición y las costumbres familiares y al ascenso de la ciencia como ese Otro al que se le supone saber todas las respuestas. A menudo comprobamos que los padres no se sienten autorizados a tratar a sus hijos como creen que deben hacerlo (partiendo de su propia experiencia) porque el saber cómo hacer con los hijos ya no está de su lado sino que es propiedad de los especialistas. Las formas de nominación del goce que hace síntoma en los niños también van cambiando y los nombres familiares que tomaban sentido en una tradición cultural son sustituidos por diagnósticos tomados del discurso médico o psicológico, los cuales cumplen a menudo una función de suplencia similar a la del síntoma (por ejemplo, la fobia de Juanito) pero con la diferencia de que, en este último, se trata de una invención del sujeto mientras que el diagnóstico es una imposición del Otro, independientemente de que después el sujeto pueda hacer un uso particular de ese significante.

Algo ha cambiado también en el ámbito escolar, empezando por el hecho de que la educación se esfuerza en pensarse como una ciencia. Esto ha tenido consecuencias importantes, que han sido estudiadas, por ejemplo, por Anny Cordié, en su libro El malestar en el docente.[3] De hecho, lo que se va imponiendo paulatinamente en el ámbito escolar es una ideología (que ya es prevalente en salud mental) según la cual los síntomas de los niños son “disfuncionamientos” cuya única significación es que impiden el cumplimiento de los objetivos marcados en los programas de formación. Al mismo tiempo esos “trastornos” han dejado de pertenecer al campo de la educación para ser entendidos como “signos” de algún tipo de enfermedad mental manifiesta o latente. Esto es así hasta el punto de que nos encontramos con maestros o educadores que en vez de asumir como parte de su responsabilidad el estudio y la invención de estrategias de intervención educativa sobre esos comportamientos, se ven más como observadores cuya misión consiste en detectar los “signos” psicopatológicos de los que hay que informar a tiempo al especialista para prevenir futuras enfermedades más graves. El paradigma que se va imponiendo es que no hay razón para soportar el fracaso del placer y el malestar inherente al hecho de vivir, que la educación ya no está para eso puesto que la ciencia proveerá una solución para cada sufrimiento bajo la forma de un objeto consumible.

El hecho es que recibimos cada vez más niños marcados por esta cadena de dimisiones por parte de un discurso social empeñado en que el tratamiento del goce no sea algo que el sujeto inventa a partir de su encuentro con el Otro (lo cual implicaría un tiempo que debe ser respetado y un trabajo que debe ser asumido) sino un asunto que debe ser entregado al ámbito de la industria médica y psicológica. Lo que se nos pide entonces –a veces de forma perentoria– es un diagnóstico y una solución, la más rápida y la menos costosa. Y es curioso comprobar que, a veces, el sólo hecho de dar un nombre al problema, aunque este nombre no aporte ninguna nueva significación, produce un efecto inmediato de alivio. Por ejemplo, cuando un niño presenta ciertos problemas de comportamiento, su entorno se puede llegar a sentir muy aliviado cuando se le dice que el niño tiene un “trastorno de comportamiento”. Esto nos muestra quizás que se trata de una demanda de “ser llamado” por el Otro, en el doble sentido de recibir un nombre –por ejemplo, “TEA” o “TDAH”– y de hacerse objeto de goce para ese Otro, de someterse a cambio de tener asegurado un destino. El sujeto es nombrado al mismo tiempo que es llamado al sacrificio en nombre de la ciencia, de la misma forma que, en otros contextos, es llamado en nombre de Dios o de la nación.

Porque, en efecto, ante ese “extraño” en que se ha transformado el niño, ante la angustia o la culpa que su síntoma despierta en los padres o en el maestro, la pendiente “natural” es pedir una respuesta que cierre esa brecha por la que asoma una verdad inquietante. Algunas veces los padres vienen ya orientados, pidiendo o exigiendo ese diagnóstico o ese tratamiento farmacológico al que tienen derecho, en nombre de un saber que circula en el discurso social y, especialmente, a través de internet. Otras veces el paciente llega a nuestra consulta con un diagnóstico y un tratamiento –una medicación por ejemplo– que ya ha sido pautado en otro servicio de salud mental y con la idea de que sólo se trata de continuar con el mismo, en el supuesto de que existiría un consenso médico sobre el tema, y el profesional sería un simple proveedor de esos objetos. El problema que surge a menudo es que, si no hay una respuesta rápida, los padres van a buscar su solución a otro lugar, como quien se mueve entre las estanterías de un supermercado.

¿Cómo hacer con este nuevo mundo? Al respecto, esta cita de J.-A Miller resulta orientadora. En su curso Un esfuerzo de poesía leemos: “En el análisis suponemos, aislamos, buscamos el discurso que precede al sujeto […], lo que Lacan denominó el campo del Otro […]. No hacemos de la clínica algo intemporal, sino que por el contrario admitimos –al comienzo por lo menos– que los sujetos se presenten a nosotros a partir de los significantes que les han sido asignados. Esto no es más que aceptar la definición del sujeto que Lacan introduce diciendo que se habla de él”.[4]

En efecto, sometido o en franca rebeldía respecto al diagnóstico que le han endosado, de lo que se trata es de acoger al sujeto a partir de los significantes que lo representan, sabiendo además que no se trata sólo de una identificación significante sino de un artefacto que ya funciona como tratamiento del goce: en primer lugar porque el diagnóstico incluye al sujeto en un saber previo que orienta el malestar y da un sentido al síntoma; en segundo lugar porque a veces el sujeto hace un uso propio del diagnóstico cuando éste le permite nombrar algo su goce, y en tercer lugar porque, cuando hay una medicación en juego, ésta ya es un tratamiento de lo real del goce por lo real del fármaco. No se trata entonces de discutir sobre el diagnóstico o sobre la medicación cuando esto ya viene dado y no hay un cuestionamiento por parte del sujeto o la familia. Incluso cuando la demanda es demasiado angustiada y perentoria, puede resultar útil dar un nombre al malestar y recomendar incluso una medicación, algunas veces con el único fin de conseguir ese tiempo para recibir al sujeto y que se ponga a hablar. Es ahí donde empieza el trabajo analítico de interesarlo por eso que, a veces, aparece al lado del trastorno y que nadie le ha dado importancia, eso que insiste como un signo de rebeldía del sujeto frente al significante que viene del Otro, el síntoma resistente a todos los tratamientos que sigue ahí como último reducto de la subjetividad: una pesadilla que se repite, un episodio de encopresis, una fobia, una manía… En otras palabras, eso que representa al sujeto en su “opacidad”.

Cuando uno se interesa por esos fenómenos y el niño se siente escuchado más allá de lo que el Otro dice de él y más allá de cualquier intención de dominarlo, cuando es alcanzado por ese deseo enigmático, evocador de su encuentro con el Otro primordial, vemos que también se siente llamado y que surge su demanda y su deseo de hablar. De hecho, así es como Lacan concibió el surgimiento de la transferencia, como un efecto del deseo del analista y como una nueva forma de tratamiento del goce. Es el analista, en efecto, el que pone el inconsciente, en tanto supone que detrás del síntoma hay un decir del sujeto. En este sentido, el sujeto al principio está en el lugar del amado, en la medida que el Otro le muestra su interés sin exigirle nada. Pero el amado se vuelve amante y entonces el analista no responde a esta demanda de amor con el fin de hacer hablar al síntoma. Sobre esto Lacan llegará a decir años más tarde que “sólo el amor permite al goce condescender al deseo”.[5]

Como ejemplo de lo que intento decir voy a explicar una viñeta clínica que ilustra cómo en el marco de una institución se puede instituir la transferencia analítica como tiempo de elaboración de la neurosis infantil.

Recibo a una pareja que pide tratamiento para una hija de nueve años que sufre de un “trastorno de la conducta” que preocupa mucho en casa y en la escuela. Dicho trastorno consiste básicamente en episodios de rabia y desesperación que son muy difíciles de contener o de reconducir. Ni la niña ni los padres pueden dar una explicación de por qué ocurre esto, sólo saben que ocurre desde hace unos cuatro años.

La iniciativa de consultar es de la madre, que toma la palabra desde el primer momento, mientras que el padre se muestra condescendiente, no muy interesado, aunque no se opone a que su mujer haga lo que crea conveniente. Entonces la madre explica que su hija ha sido muy deseada y mimada por ser “la primera”, pero luego tuvieron un hijo varón, que tiene ahora seis años y es “muy tranquilo y agradable, completamente distinto a la niña”.

A la segunda entrevista se presentan la madre, la niña y su hermano, que se queda encantado jugando en la sala de espera con su madre. Cuando le pregunto por qué viene a verme, la niña explica que es a causa de sus enfados, que quiere que la ayude a controlarse, que le dé alguna fórmula para que la rabia no la domine. Ocurre entonces que escucha un ruido proveniente de la sala de espera y dice: “Es mi hermano”. Luego seguimos hablando de sus preocupaciones y otros temas que van surgiendo, pero cuando nos vamos a despedir, le digo: “También creo que tenemos que hablar más de tu hermano”. Visto retroactivamente, lo que hice fue tomar la secuencia con la que se presentó como un enunciado inconsciente: “Tengo rabia… Es (por) mi hermano”.

A la sesión siguiente la niña viene decidida a “contarme algo”. Se trata de una pesadilla que se repite desde hace tiempo: “Estoy en un aeropuerto, con mi familia. Mi madre, a mi lado, dice que tengo que decidir quién se va a ir a vivir para siempre con otra familia de un país africano, mi hermano o yo. Estoy muy asustada y quiero llorar, porque no quiero separarme de mis padres pero tampoco quiero perder a mi hermano… Mi padre está alejado, mira pero no dice nada”.

Como se puede apreciar, este relato es una respuesta a mi interpretación, que consistió fundamentalmente en suponer un sujeto y un saber inconsciente más allá del sentido manifiesto de lo que explicaba. La paciente trae con esta pesadilla el significante de su drama inconsciente, el “significante de la transferencia” que ha transformado su demanda inicial de una fórmula para poder controlarse en una búsqueda de su verdad, en un deseo de hablar, especialmente de ese hermano que parece colmar el deseo de la madre y dejarla sin lugar. Pero también de su padre, del cual espera una palabra que la separe de su identificación mortífera con el hermano/falo al tiempo que priva a la madre de ese poder absoluto sobre los hijos que detenta en el sueño.

Lo que vemos surgir entonces es el síntoma del sujeto y no el trastorno. Dicho síntoma contiene su núcleo real, pero por la operación analítica también se pone a hablar, quiere decir algo sobre la verdad reprimida de la pareja parental.

El desencadenamiento de la transferencia en los niños es, a veces, algo impresionante y, en ocasiones, puede generar dificultades ya que el niño depende de sus padres para venir a las sesiones. Pero cuando logramos que este tiempo de elaboración e invención tenga lugar, y que el niño tome la palabra para responder al enigma del deseo del Otro y para cuestionar los dichos a los que se ha identificado, vemos cómo el diagnóstico como falso nombre del sujeto y la solución por la medicación pierden importancia y finalmente caen en desuso, como la costra de una herida ya curada.

Jorge Sosa. AP, ELP. Psicoanalista en Barcelona.

jorgesosamenoni@gmail.com

[1] Lacan, J., “Conferencia de Ginebra sobre el síntoma”, Intervenciones y Textos 2, Buenos Aires, 1993, Manantial, pág. 128.

[2] Lacan, J., “Nota sobre el niño”, Otros escritos, Buenos Aires, 2012, Paidós, pág. 393.

[3] Cordié, A., El malestar en el docente, Buenos Aires, Nueva Visión, 1998.

[4] Miller, J.-A., Un esfuerzo de poesía, Buenos Aires, Paidós, 2016, pág. 211.

[5] Lacan, J., El Seminario, libro 10, La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006, pág. 194.