Hablar de “crisis de la familia” es caer en un pleonasmo. La familia siempre ha estado, de un modo u otro, en crisis. No por motivos contingentes o históricos sino debido a su propia naturaleza. La familia surge como suplencia ante una imposibilidad de estructura, es decir, como un síntoma que responde a la inexistencia de la norma sexual, tal como se trató en las últimas Jornadas de la ELP, en Madrid.

Hoy, cuando el estallido de los modelos familiares tradicionales nos sitúan en un escenario distinto al modelo edípico, aquel que ponía en juego la relación del deseo y de la ley a partir de la prohibición del goce, la cuestión es saber a qué se refería Lacan cuando hablaba de “la función de residuo que sostiene y al mismo tiempo mantiene la familia conyugal”1.

En 2004, Jacques-Alain Miller2 planteó la cuestión de saber qué quedaba hoy de la metáfora paterna, en un mundo donde el imperio del goce no favorece la implicación en el Otro y que, al contrario, lleva más bien a poner en juego el goce pulsional. En efecto, ¿qué queda de la familia cuando ya no está sostenida por el S1 del discurso del amo? Lo que queda es una relación de pareja basada en la libertad del goce, en el encuentro de dos modos de gozar que pueden alcanzar, eventualmente, la dignidad del amor. Todo ello ha dado lugar a una gran variedad, también a una mayor inseguridad, pero quizás también a una mayor autenticidad que el matrimonio basado en la tradición, en las alianzas y la transmisión de un patrimonio. Cada vez más, la satisfacción del goce es lo que decide la duración de la pareja y de la familia: dos modos de goce sostenidos por dos seres hablantes que han acordado emparejarse durante un tiempo.

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