Textos: Vima Coccoz

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La incógnita acerca de la subjetividad autista

 

En varios momentos de su enseñanza, Lacan se refiere al hecho de que las ficciones, “las creaciones poéticas, engendran las creaciones psicológicas, más que reflejarlas”.[1] Por esta razón, cuando aborda el análisis de Hamlet, insiste en señalar que la invención de Shakespeare no puede considerarse un caso clínico. La pieza articula la tragedia del deseo y su estudio está destinado a enseñarnos la lógica sutil, en la que se tejen las elecciones y los actos en la singular posición del príncipe de Dinamarca, frente a su vital encrucijada.

Lacan elabora la dimensión del saber analítico concebido como un discurso sobre la subjetividad, que incorpora la dimensión del inconsciente, a distancia de cualquier psicopatología, cuyos cuadros se miden con el rasero de una normalidad ideal. Los atolladeros del ser hablante, figurados en los grandes personajes literarios que ha producido la cultura, son ocasión para estudiar la coherencia, con las revelaciones de la complejidad encriptada en la estructura de los síntomas, tal y como lo descubrió Freud. Por esta razón, las estructuras clínicas elaboradas a partir de la experiencia analítica demuestran ser, más allá de los síntomas, posiciones existenciales.

He seguido este principio analítico al acometer la lectura de dos singulares ficciones literarias, Bartleby y Funes, porque anticipan los signos de la subjetividad autista, tal y como se presenta en la clínica y según se ha visto corroborada por los preciosos testimonios que aportan los propios autistas. Actualmente, son muchas las voces que reclaman que el autismo sea considerado una manera de ser, un tipo de personalidad aparte. Si el psicoanálisis interviene en el campo clínico del autismo no lo hace con la pretensión de curarlo. El propósito de nuestra orientación es ofrecer las condiciones para que las consecuencias sintomáticas de la defensa autista, que afectan a la relación con los demás y con su cuerpo, no sean incapacitantes, al punto de poner en peligro sus más personales hallazgos.

 

Una íntima preferencia

“Preferiría no hacerlo” es una frase, una incógnita que como un rayo atravesó el siglo XX, suscitando aquí y allá el desciframiento. Proferida por el protagonista del relato Bartleby, el escribiente, escrito por Melville en 1856, se convierte en emblema, en rúbrica de una posición desconcertante pero que, aún así, nuestra imaginación acepta inmediatamente, como apunta atinadamente Borges.[2]

¿Qué resortes de la estructura del ser hablante moviliza el autor, desbrozando el camino al psicoanalista,[3] lanzando al mundo esta singularísima ficción?, ¿qué peculiar lección sobre la humanidad podemos extraer de estas pocas y sustanciosas páginas?[4]

Escrito en primera persona, la narración toma la forma testimonial de una experiencia extraordinaria que tuviera lugar en el transcurso del recorrido profesional y vital de un abogado de Wall Street: su encuentro con el copista Bartleby. Deja claro de entrada que de otros amanuenses podría escribir biografías, algo imposible en este caso. A continuación, describe el cuadro en el que hará su aparición el protagonista. En primer lugar, se presenta a sí mismo con un manojo de rasgos de su fuerte personalidad, asentada en asertivos enunciados: “Soy un hombre que desde su juventud ha sentido profundamente que la vida fácil es la mejor (…) jamás he tolerado que esas inquietudes (las de su profesión) conturben mi paz (…) cuantos me conocen me consideran un hombre eminentemente seguro”.[5] Luego perfila los tumultuosos caracteres de los copistas que, desde tiempo atrás, trabajan en su despacho, Turkey y Nippers, y la viveza del muchacho que se ocupa de los mandados, Ginger Nut.

Después explica las circunstancias que le empujaron a contratar otro empleado, un joven cuya figura describe admirado como “¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!”.[6]

Fue precisamente este semblante de fragilidad de Bartleby lo que le impulsó a decidirse inmediatamente a concederle el empleo, al anticipar la buena influencia que ejercería en el ambiente de su oficina un hombre de tan “morigerada apariencia”. Tan felices se las prometía el abogado que decidió colocar el escritorio de este “hombre tranquilo” en la zona que él ocupaba, separado por unas vidrieras de los otros empleados: “Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro”.[7]

Este emplazamiento ideado por el abogado indica una sutil intuición de las dificultades que sería preciso solventar con alguien de tales características. Protegido de deber confrontarse al ambiente del otro lado de la vidriera, Bartleby trabajaba día y noche; copiaba “como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar”, tan imperiosa como mecánicamente, sin alegría ninguna.

En este contexto tendrá lugar la colisión entre dos posiciones subjetivas, encarnadas por el abogado y el escribiente. El trabajo de copista requería de la verificación, palabra por palabra, del texto, el cual se llevaba a cabo entre dos o más, dependiendo de la cantidad de copias. Urgido por la necesidad de un examen semejante, el abogado llamó “súbitamente” a Bartleby para que acudiera en su ayuda. Convocado a responder a la demanda de participar en una tarea con otros, el amanuense replicó, “con voz singularmente suave y firme: —Preferiría no hacerlo”.[8]

El jefe no daba crédito a sus oídos, al principio perplejo, reiteró después su petición en medio de una gran excitación, pero encontró la misma respuesta. ¿De qué orden es esta negativa? Ríos de tinta se han vertido intentando explicar su causa. El abogado destaca la particular serenidad de su emisor: “Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras, si hubiera habido cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta”.[9]

A partir de ese momento intentará modificar, sin éxito, la conducta empecinada del escribiente utilizando todos los medios de la persuasión. Y ello debido a que su actitud, en lugar de provocarle, al principio, una respuesta airada, “de manera maravillosa le conmovía y desconcertaba”.[10]

El interés de este asombroso relato reside precisamente en la transcripción sincera y detallada de los convulsos y encontrados sentimientos que puede provocar en las demás personas el rechazo a la dimensión de la palabra, la tenaz negativa de alguien a encontrar una satisfacción en el diálogo, en el acuerdo, la sumisión, el temor o la piedad. Así lo aprehende el abogado al inquirir: “¿no quiere hablar? ¡Conteste!” Conminado de esta forma, la habitual respuesta “preferiría no hacerlo”, adquirió, por primera vez, un modo más categórico: “prefiero no hacerlo”.

Entretanto, el abogado confiesa haber advertido que, al dirigirse a Bartleby, pudo darse cuenta de que consideraba con cuidado cada aserto suyo, comprendiendo por entero su significado; pero “al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo”.[11]

Tal apreciación, el haber topado con una decisión irrevocable, producto de un juicio y no de un capricho, aún contraviniendo las costumbres y el sentido común, produce en el abogado una aguda reflexión: “No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen”.[12]

En alguien que se había presentado fuera del alcance de dudas e inseguridades, vemos salir a la luz la incertidumbre provocada por la oposición real, tan inaudita como inasimilable del copista, y una serie de reacciones van a sucederse. Convocar a manifestarse a los testigos, no le aportó tranquilidad ninguna. Por el contrario, su obsesión se acrecentaba, “su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente”.[13] Los insólitos detalles del comportamiento del escribiente se fueron desvelando, aumentando el enigma y el disgusto: “nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva”.[14] Aunque, razona el abogado, si el individuo resistido no es inhumano y el resistente es inofensivo, procurará que su imaginación interprete, “de manera caritativa” aquello que “su entendimiento no puede resolver”.

Helo ahí, pues, al letrado, dedicado a conferir un sentido a la situación gracias a la adopción de una posición excepcional: otros jefes, menos indulgentes, podrían maltratarle, y Bartebly podría incluso morirse de hambre. Decide pues adaptarse a la terquedad del copista para, de esta manera, adquirir “la deleitosa sensación” de ampararle. Se promete así el goce narcisista de “un dulce bocado” para su conciencia.

La agresividad que encubre toda intención caritativa es minuciosamente reseñada: “me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía”.[15] El día en que llegó a dominarle ese “impulso maligno” se produjo una violenta escena, con la intervención de los otros copistas que llegaron a vociferar en contra de la indulgencia del jefe, acabando éste en improperios y amenazas, pero recibiendo la misma y mansa negativa por parte del silencioso amanuense. No cumplió sus fantaseadas represalias y fue aceptando como inevitable ese orden de las cosas impuesto por Bartleby, a quien, por otra parte, reconocía una honestidad y una decencia sin máculas.

Hasta que un día descubrió, consternado, que pernoctaba en la oficina: “¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades (…)!”[16] le fueron reveladas en esa ocasión. Por primera vez, en su confortable y tranquila existencia, experimentó una “abrumadora y punzante melancolía”.[17] Ese sentimiento trajo consigo la novedosa experiencia de una rara fraternidad, producida por un lazo con la humanidad (ambos, abogado y copista, hijos de Adán, hijos del lenguaje) que le produjo gran abatimiento. Siguiendo la tónica de revelar los afectos que resultaban de estas percepciones, pudo captar hasta qué punto, “a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en (su) imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión”.

El agudo razonamiento posterior no tiene desperdicio. Normalmente, constata el abogado, la pena de los otros sólo atrae nuestros mejores sentimientos, pero poco más y ello no se debe, como creen algunos, al natural egoísmo de los humanos, sino a cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo, “en cuanto se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella”.[18]

Ese impulso dio cuerpo a la idea de que se trataba de un enfermo y nada se podía hacer por él; decidió entonces interrogarlo con calma y despedirle de una manera civilizada. Intentando hacer gala de sus mejores intenciones, “ser su amigo” y entablar un diálogo, se topa, por segunda vez, con el modo de rehusar formulado en tiempo presente, si bien sujeto a un adverbio: —“Por ahora prefiero no contestar”. Los únicos casos en los que la fórmula “I prefer not to” se modifica volviéndose más categórica, se producen cuando el sujeto es emplazado al diálogo. En las otras ocasiones, la consabida respuesta es referida a la acción requerida: —Preferiría no hacerlo “I Would prefer not to”.

La siguiente y última vez que profiere el verbo en modo indicativo se corresponde con el momento en que el jefe le convoca a ser razonable. Ello dará lugar a una escena en la que los otros empleados se ensañan con ironías usando el verbo “preferir” con malicia. El signo que distingue a Bartleby, el que singulariza su acantonada y extrema posición en la palabra, se convierte en un ping- pong venenoso que degrada la fórmula hasta convertirla en una pieza sin ningún valor. Después de esta humillación, Bartleby resolverá no escribir más.

Interrogado por el abogado por la razón de su negativa a copiar, le espeta: —“¿No lo ve usted mismo?”. Luego, enunciará la sentencia, su decisión final: —“He renunciado a copiar”. A partir de aquí el desenlace se precipita hacia lo peor: Bartleby, despojado de toda palabra, de todo hacer, convertido en algo similar a un objeto, mudo e impasible, se resiste, sin embargo, a marcharse de esa oficina. Los intentos de disuadirle por parte del abogado son infructuosos hasta que termina por asimilar esa extraña situación. Deja constancia del peligro de un pasaje al acto mortífero que detectó en un momento en que él y Bartleby se encontraban solos. Se libraría de la temible tentación con la idea de que soportar esa presencia incómoda formaba parte de una misión: “Bartleby me estaba destinado”.[19]

Como si, en un rapto de lucidez, hubiera captado que el partenaire del ser hablante toma, por estructura, una forma inhumana, por situarse fuera de lo simbólico. Un objeto que Lacan llamó éxtimo, habitualmente encarnado en el prójimo. Bartleby, se convierte en un particular “compañero” del abogado, quien acaba por otorgar su consentimiento a la presencia cuasi inerte del escribiente, extraño doble que le sigue como su sombra.

Sin embargo, las miradas y los comentarios maliciosos de colegas y conocidos acerca de su incomprensible tolerancia con este ser perezoso e indiferente, le llevarán a plantearse su incapacidad para resolver una situación semejante. Confrontado a su impotencia, las cavilaciones morales respecto a cómo desprenderse de Bartleby, pugnaban en su interior, hasta el momento en que se resolvió por cambiar él. Primero, abandonó su puesto instalándose en su coche. Más tarde se decidió a mudar la oficina: “me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme”.

El destino de Bartleby se encadena hacia su irremediable consumación. Apegado a ese lugar que le vincula al abogado, negándose a cualquier otra empresa o emplazamiento, confiesa su más íntima preferencia: “me gusta estar fijo en un sitio”.

La policía acabó admitiendo una denuncia que le tildaba de vagabundo. El abogado le encontraría por última vez en la cárcel, “en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto hacia el muro”, definitivamente fuera del discurso, hasta el momento de su muerte.

 

¿Qué aporta el discurso analítico?

Figura extrema de la palabra, se distingue en este personaje —construido a partir de sus mínimas respuestas— un carácter imposible, intratable, indoblegable, si bien exento de violencia y furor. También se advierte la potencia de una decisión irrevocable en su obstinado silencio. Quizás es lo que ha llevado a distintos autores (Deleuze, Agamben, entre otros) a promover su exaltación, su idealización, llegando a reconocerle como el signo de una nueva humanidad, como un apóstol o mensajero de una dignidad en peligro de extinción.

El discurso analítico nos ayuda a localizar la lógica impecable, en la que el artista sitúa lo posible y lo imposible para un sujeto situado en los márgenes del discurso y la precariedad del Otro con el cual toda dialéctica se ve interrumpida. La descripción de la tensión entre Bartleby y el abogado explora y desgrana las distintas reacciones que se suscitan cuando sólo se habita el discurso del amo y se intenta incorporar, dominar, seducir, curar, enseñar, a alguien que se manifiesta desalojado del discurso común, en franca disidencia con su principio: el amo quiere que las cosas marchen bien, ésa es su ley de hierro.

Siguiendo la enseñanza de Lacan, los discursos son distintos tratamientos de lo real y, como tal, maquinarias de interpretación, expendedores de sentido. Si el relato de Melville es único, es debido a que, en él, no se ocultan las ambivalencias, las dudas, las fantasías de excepcionalidad, la tentación y la realización del pasaje al acto, por parte de quien tiene que vérselas con alguien que, debido a una insondable decisión, ha quedado situado fuera del intercambio simbólico. El conflicto se muestra tanto más agudo cuanto que al principio, en el encuentro de ambos protagonistas, hubo cierto entendimiento, resultado de una sensibilidad ante algo imposible de forzar por parte del abogado.

La percepción de la subjetividad desvalida de Bartleby ocasiona su adopción inmediata y diseña una disposición adecuada de la oficina para facilitar su estancia: detrás de un biombo, próximo, pero fuera del alcance de la mirada, de tal manera que “retiro y sociedad” le fueran garantizados al copista.

Pero esta cuidadosa inclusión del amanuense, se malogra cuando intenta forzar su incorporación en una actividad colectiva, la de revisar las copias. En ese momento el frágil lazo se rompe y ya no habrá vuelta atrás. El abogado indaga las razones de esta voluntad negativa, dejando constancia de la violencia que en él despierta esta falta de consentimiento a las leyes de convivialidad de las que se erige en representante.

 

El memorioso

Si Bartleby representa la radicalidad de una posición reducida a una frase, el relato titulado Funes el memorioso, escrito en 1942, parecería referirse a su extremo opuesto, ya que su protagonista es particularmente verboso. ¿Qué tienen en común ambas ficciones?

El relato de Borges se inicia con una delicada insinuación del interrogante acerca de la memoria, en el cual va a sumergirnos: “Recuerdo”, dice, y sigue una aclaración acerca de la inadecuación de pronunciar ese verbo “sagrado”, que, sin embargo, reitera con insistencia. Para justificar un testimonio que, se nos hace saber, vendrá a añadirse a otros para ser publicados en un volumen colectivo. Entre ellos, se cita a “Leandro Ipuche, quien ha escrito que Funes era precursor de los superhombres, un Zaratustra cimarrón y vernáculo”. El relator destaca que “no lo vio tres veces”. ¿Es un error tipográfico? No lo parece, subraya el enigma que suscitaba la presencia de Funes en los demás.

En el primer encuentro, hallábase el narrador con su primo, cuando se produjo el diálogo con el curioso personaje, Ireneo Funes, capaz de calcular la hora sin vacilar. “¿Qué horas son, Ireneo?” sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió:“faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco”. “La voz era aguda, burlona”.[20]

Ya en el comienzo había destacado que “recordaba perfectamente su voz, la voz pausada, resentida y nasal” .También evocaba su cara taciturna, aindiada, singularmente “remota” y sus manos afiladas de trenzador.

El muchacho “era mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj”.[21] A diferencia de Bartleby, desprendido de toda referencia, se menciona su lugar de origen, así el nombre y quehacer de su madre y sus posibles padres, dejando claro que portaba el apellido materno.

Años más tarde de esa ocasión fortuita, lo encontraría el narrador dos veces más, en otra visita al pueblo. Nada más llegar y habiendo preguntado por el “cronométrico Funes” se enteraría del accidente que había padecido a causa de una caída del caballo, que lo había dejado tullido. Inmóvil, pasaba las horas con los ojos cerrados, o absorto en la contemplación de las hojas, o las telarañas. “Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado (…)”.[22]

En esa oportunidad refiere el narrador, habiéndose él iniciado en el estudio del latín, llevaba consigo varios libros para adentrarse en dicha lengua. Dado que “todo se propala en un pueblo chico: Ireneo (…) no tardó en enterarse del arribo de los libros anómalos”.[23] Le escribió una ceremoniosa carta, en la que solicitaba en préstamo cualquiera de los volúmenes acompañado por un diccionario. Un pedido satisfecho en lo inmediato.

Días después y habiendo notado su ausencia al preparar la maleta para el viaje que le devolvería a Buenos Aires, se encaminó al rancho de Funes para recuperarlos. “Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o encantación”.[24] Al principio lo juzgó incomprensible, más tarde caería en la cuenta de que se trataba de un capítulo de la Naturalis Historia de Plinio que versa sobre la memoria.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa en él registrados: “Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitríades Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez”. Luego comentó que antes del accidente por el cual quedó imposibilitado de moverse, él era un ciego, un sordo, un desmemoriado. Intentó su interlocutor recordarle su percepción exacta del tiempo y su memoria para los nombres propios, pero Funes no le hizo ningún caso. “Diecinueve años había vivido como quien sueña, miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles”.[25]

En el transcurso de esa noche, Funes le hizo partícipe de su modo de funcionamiento mental. Era capaz de rememorar sin lagunas lejanos hechos y sensaciones, estableciendo extrañas y minuciosas comparaciones. Habiendo concluido su explicación con una amarga constatación: “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”.[26]

Confió el memorioso a su atento oyente, que había discurrido un sistema original de numeración, en el que una cifra podía ser sustituida por un nombre (en lugar de siete mil trece decía Máximo Pérez), un sustantivo, otro número… Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca. A la réplica de su auditor cuestionando ese sistema, opuesto a cualquier sistema de numeración, no mostró Funes su acuerdo, bien porque no la entendía o no quería entenderla. También comentó que había proyectado un idioma en el que cada cosa individual tuviera un nombre propio. No sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte sino cada una de las veces que las había percibido o imaginado. Al fin, desechó tal empresa por interminable y por inútil. Aunque insensatos, estos propósitos “revelaban cierta balbuciente grandeza”. Pero también revelaban la incapacidad de construir ideas generales.

“Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar las diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.[27]

Quien haya leído el maravilloso libro Nacido en un día azul, escrito por uno de los llamados “genios autistas” (o síndrome de Asperger) podrá reconocer la homología entre los sistemas ideados por Ireneo Funes y el sistema de números gracias al cual Daniel Tammet organizó exitosamente su mundo. El calculador más veloz de números primos[28] de la historia explica: “los números (…) son mi primer lenguaje, en el que suelo pensar y sentir. Normalmente me resulta difícil comprender las emociones o saber cómo reaccionar ante ellas, así que utilizo los números como ayuda. Si un amigo me dice que se siente triste o deprimido, me imagino a mí mismo sentado en la oscura cavidad del número seis (…). Si leo en un artículo que una persona se siente intimidada por algo, me imagino a mí mismo junto al número nueve. (…) Lo cierto es que los números me ayudan a comprender mejor a otras personas. (…) conforman en mi mente imágenes y patrones que son coherentes y me dan seguridad”.[29]

Quien tenga noticias de la historia de Birger Sellin y su heroico combate para “salir de dentro de sí”, podrá reconocer similitudes entre la descripción de su angustioso aislamiento y el de Bartleby.

 

¿Quién enseña a quién?

Bartleby y Funes, personajes reacios al diálogo, uno parquísimo en palabras, el otro más bien verboso, constituyen emblemas de una enigmática posición subjetiva ante la cual tropiezan los intentos de educación, de argumentación, refutación, corrección o intimación.

En este sentido, es aleccionador el testimonio que ofrece el escritor rumano Matei Câlinescu en su libro Retrato de M, la biografía de su hijo autista titulada Matthew’s Enigma en la versión inglesa. “M era un ser del todo distinto. Una vez Misty, amiga de Irina (esposa del escritor), le pidió con aire de broma un “autógrafo” y M, amable y sonriente, firmó con su letra incierta, laboriosa: Profesor Matthew Calinescu”. El padre confiesa haberle indicado entrecomillar el término “profesor”, debido a la falta de concordancia con la “realidad”, no era su hijo un profesor universitario. M, entristecido, se sometió al dictado paterno. Sin embargo, al echar la vista atrás, el autor reconoce su equivocación. En otra lógica, afirma, su hijo era un auténtico maestro, “tímido, discreto, angelical e inefable, iba ofreciendo a los que se le acercaban, dádivas de misterio y serenidad, cosas inestimables”.[30] Y, más adelante: “M era, sin quererlo, sin saberlo, un pequeño maestro del humor absurdo, cristalino, inocente, infantil, tocado a veces por el ala de la poesía”.[31]

El libro de Câlinescu se suma a la serie de escritos por padres de autistas, en los que queda constancia de las dificultades que han padecido, durante el escarpado camino, después de haber recibido el temido diagnóstico de esta “tragedia del lenguaje” según la expresión de Ionesco citada por el autor. Quien concluye con una profunda reflexión: “Ha transcurrido casi un año de la muerte de M. y en todo este tiempo he seguido leyendo y pensando en el autismo y en el síndrome de Asperger como si él estuviera vivo. Sigo esforzándome en comprenderle”.[32]

Una confesión tanto más valiosa cuanto que, a renglón seguido, relata el conmovedor encuentro de su hijo con Donna Williams, en ocasión de una conferencia suya, organizada por la ASA (Sociedad para los Autistas de América). Autora, entre otros, del libro Alguien en algún lugar. Diario de una victoria contra el autismo, ella supo reconocer al joven que le escuchaba extasiado desde la primera fila. Al finalizar, se acercó a él, le preguntó su nombre y le dijo: “Donna saluda a Matthew”.

Donna Williams, profesora de autismo en el sentido de Matthew, a través de sus libros y conferencias, ha conseguido transmitir los angustiosos entresijos de una manera de estar en “su mundo” oprimida por la necesidad de excluir y, sin embargo, habitar “el mundo” de los demás. Enigma para ella misma, su excepcional “autotratamiento” a través de la escritura constituye el mejor desciframiento de sus comportamientos y su manera de pensar, así como el resultado del esfuerzo titánico para salir del autismo, una vez puesta en cuestión esta “insondable decisión del ser”, según los términos de Lacan. Ella pudo captar que “la gente no tenía ninguna noción de lo que era ser sordo al sentido”,[33] y no al sonido. Así pudo comprender que, para sobrevivir “entre esa gente, ellos tenían que saber cómo ayudarme”.[34] Cayó en la cuenta: “debía enseñar a los profesores a enseñarme”.[35]

Es también el designio de Naoki Higashida, el joven autor de La razón por la que salto. Con el apoyo de su madre y una profesora consiguió salir de su silencio autista a través de un nuevo sistema de escritura. Según explica, lo sostuvo la convicción de que para vivir su vida como ser humano no hay nada más importante que poder expresarse.[36] En este libro, construido a partir de las preguntas que suscita su extraño comportamiento, ofrece sus respuestas a tales enigmas, con el ánimo de ayudar a los padres de muchos autistas que no consiguen expresarse. ¿Por qué habláis tan alto y tan raro los autistas? ¿Por qué repetís las preguntas que os acaban de hacer en lugar de responder? ¿Por qué hacéis cosas que sabéis que no debéis hacer, aunque os hayan dicho un millón de veces que no las hagáis? Estos y otros interrogantes van puntuando esta conmovedora guía hecha desde un llamado de socorro: “Por favor, hagáis lo que hagáis, no os rindáis. Necesitamos vuestra ayuda”.[37]

Al final del libro, este joven escritor lamenta que la gente no entienda “lo hambrientos de conocimientos que estamos realmente los autistas”.[38] Su desazón se explica: el problema no es, como se pudiera pensar, que no le gusten las frases largas, sino que se le agota enseguida la paciencia, se cansa y pierde el hilo…

Guiados por el saber sobre la estructura que aportan los valiosos testimonios, las auti-biografías, como las denomina Williams, y por la ingente producción de tantos y tantos autores, el discurso analítico aporta las vías destinadas a salir de la impotencia en la que encalla el discurso del amo, y donde arraigan todas sus violencias. Con el propósito de alcanzar la lógica en la que el sujeto autista está atrapado y, de este modo, ofrecer una salida a los que prefieren no hacer ni decir lo que se ha estipulado, lo que se espera o demanda, o, en el más lamentable de los casos, lo que se exige de forma autoritaria.

Al reducir las interpretaciones prejuiciosas respecto de su comportamiento, se vuelve posible otro tratamiento de los signos del sujeto, que se materializan como rechazo al diálogo, como una negativa a la colaboración, a la participación, como formas radicales del “No”.

En palabras de Eric Laurent, es preciso considerar al autismo como un revelador de la condición del ser hablante. Definido este último como un ser de comunicación, el autismo desvela una falla esencial de la posibilidad de comunicarse.[39] Al tomar en consideración la dificultad relacional, el discurso analítico hace posible otra modalidad de respuesta, indagando en los posibles “Si”, para ir en el sentido del sujeto y sus íntimas preferencias. Es el único y verdadero canal de conexión con la subjetividad del autista, amordazada debido a la necesidad de defenderse de la intrusión que le ocasionan la voz y la mirada de los otros.

En fin, en nuestro encuentro con los autistas hacemos nuestro el lema de Jean-Claude Maleval: Ecoutez les autistes!, ¡Escuchen a los autistas![40]

 

 

 

Vilma Coccoz. AME. Psicoanalista en Madrid. Miembro de la ELP y de la AMP

vilmacoccoz@gmail.com

 

 

[1] Lacan, J. Seminario 6. El deseo y su interpretación. Buenos Aires, Paidós, 2014, pág. 275

[2] Borges, J.L. Prólogo al libro de Herman Melville Bartleby, el escribiente. Barcelona, Ediciones Orbis. S.A., 1987

[3] En su texto de Homenaje a M. Duras, Lacan advierte al psicoanalista contra la patanería y la pedantería, evitando “hacerse entonces el psicólogo allí donde el artista le abre el camino”. Lacan, J. Otros escritos. Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 211

[4] El texto concluye con la exclamación: “¡Oh Bartleby!, ¡oh, humanidad!”

[5] Melville, H. Bartleby, el escribiente. Biblioteca personal J.L.Borges. Barcelona, Orbis S.A., 1987, pág. 233

[6] Ibíd., pág. 241

[7] Ibíd., pág. 241

[8] Ibíd., pág. 242

[9] Ibíd., pág. 243

[10] Ibíd., pág. 244

[11] Ibíd., pág.244

[12] Ibíd., pág.244

[13] Ibíd., pág.245

[14] Ibíd., pág.246

[15] Ibíd., pág.247

[16] Ibíd., pág.251

[17] Ibíd., pág.252

[18] Ibíd., pág.254

[19] Ibíd., pág. 264

[20] Borges, J.L. Funes el memorioso. O.C. Tomo I , Barcelona, Bruguera, 1980, pág.384

[21] Ibíd., pág. 384

[22] Ibíd. Pág.385

[23] Ibíd. Pág.385

[24] Ibíd. Pág.386

[25] Ibíd., pág.387

[26] Ibíd., pág.387

[27] Ibíd., págs.389-390

[28] Llegó a memorizar y recitar más de 22.500 decimales del número Pi.

[29] Tammet, D. Nacido en un día azul. Barcelona, Sirio, 2007, pág.14

[30] Câlinescu, M. Retrato de M. Málaga, Miguél Gómez, 2012, pág.21

[31] Ibíd., pág.21

[32] Ibíd., pág.202

[33] Williams, D. Alguien en algún lugar. Barcelona, Need, 2012, pág.66

[34] Ibíd., pág.106

[35] Ibíd., pág.140

[36] Higashida, N. La razón por la que salto. Barcelona, Roca, 2014, pág.28

[37] Ibíd., pág.36

[38] Ibíd., pág.123

[39] Laurent, E. La batalla del autismo. Buenos Aires, Grama, 2013, pág.210

[40] www.autistes-et-cliniciens.org